Vicente Verdú
La casa es relativamente nueva, la limpieza parece apropiada y regular, la mayoría de los muebles lucen y hay también luz suficiente para apreciar descuidos y defectos.
A pesar, sin embargo, de todo ello, un día, una mañana inesperada en cualquier lugar de la vivienda, sea junto a la cama o en las cercanías del sillón dentro del salón aparece quieto o moviéndose un borullo de pelusas. Saber cómo ha llegado esta sedosa inmundicia hasta aquí es el problema de segundo orden, el problema principal radica en que la pelusa ya se encuentra instalada en casa y corretea de una habitación a otra desde la oscuridad del espacio bajo el diván a la ancha pista que cubren las camas, desde uno a otro extremo del pasillo con una desenvoltura libérrima.
Esa pelusa que, de acuerdo a las estimaciones higiénicas, puede haber nacido precisamente desde el mismo interior doméstico acentúa con ello su efecto de asco y más cuando debe tenerse en consideración de que su naturaleza ha necesitado un tiempo suficiente, quizás largo, para llegar a la formación en que se encuentra. O lo que sería, dentro del horror, lo mismo: ha dispuesto dentro de la casa de un tiempo propio, libre y sin vigilancia para crecer a sus anchas y gracias a la dolosa desidia de la criada.
La casa se presenta pues como una estancia sin guardián, dejada a su albur en manos de nadie y abocada, por tanto, a cualquiera de las sevicias que fomenta el descuido y el desarreglo.
No una mancha en la tapicería, no un rastro de polvo en una repisa. Más allá de esos signos de incuria con que la encargada nos burla, la pelusa viene a ser la culminante seña de una dejadez sin paliativos ni pretextos. No será desde luego mucha la pelusa. No necesitará serlo. Basta que uno de sus tenues ovillos corra soplado por la corriente de aire que sigue al abrir un armario o al abanico de una puerta que gira para que sentir que la casa ha sido invadida y hasta tomada por estos volubles pigmeos.
Una pelusa no mata, ni hiere ni, probablemente, enferma, pero ¿quién puede comparar la aprensión ante cualquier patología regulada, por contagiosa que sea, con una pelusa que brotando sin causa aparente se libera en nuestro propio espacio y no hace posible conocer ni su tiempo de formación ni hasta dónde llega su enjambre.
Por cada cucaracha que vemos, se dice, hay diecisiete más que, ocultas entre los tabiques o la fontanería, nos acechan y que más tarde, cuando apaguemos la luz, salen de sus madrigueras para cubrir como una alfombra el suelo.
Las pelusas son, en cuanto estrategia de sistemas, de un orden parecido pero incluso suman a su proceder fantasma la idea de que viven aquí, como las ratas o los insectos, en virtud de la suciedad que reina en nuestro espacio doméstico.
Son como ínfimas nubes, leves manifestaciones de una mugre que de ser por completo invisible ha pasado al equívoco estadio intermedio, entre lo sólido y lo intáctil. Su repugnante ambigüedad se hace patente pero prácticamente nadie, exceptuando los laboratorios, se declara predispuesto para tomar entre sus dedos una muestra de esa roña.
Por una parte el borullo está formado por filamentos y celajes demasiado finos, todos de extraña procedencia, pero además entre ellos se enreda un cabello, dos o tres de diferentes longitudes, colores y cualidades.
Su formación evoca pues, observada en conjunto, las visiones radiadas de los tejidos más lábiles del organismo y también ella puede parecer el principio de un tumor en sí mismo.
Un ser, en cualquier caso, indefiniblemente autónomo y fácil de emerger en sitios donde previamente eran imposibles de detectar y menos asistir a su copulación y su consecutivo aumento de tamaño. En todo caso, no son, de acuerdo a su instinto de supervivencia, ni muy grandes ni muy pequeñas. Son, desde luego, menudas pero en un grado que responde justamente a la proporción que más inquietud genera y al asco que menos capacidad de consolación permite.
Su presencia, en suma, parece calculada para inaugurar un trasmundo de inmundicia o, exactamente, un cosmos preparado para exacerbar nuestro malestar y trasmutarlo en el origen del malestar mismo. En este diabólico bucle viven las pelusas. Provocan malestar a los seres humanos pero ellas mismas, como los vómitos, indican el malestar mismo del ser y los enseres. Vómitos de la suciedad casi impalpable pero ya poseída por fuerzas nefandas. De hecho, las pelusas, al movilizarse, toman siempre una dirección contraria a la que elegible por los seres puros.
No huyen sino que hacen torbellinos, no se esconden sino que se dejan ver azarosamente y sin el instinto del miedo. Causan estupor, desequilibrio pero ellas mismas son flores del estupor y el desequilibrio las rige. Irregulares, heterogéneas, insistentes pero livianas, obstinadas pero sutiles, las pelusas brotan, se multiplican o inesperadamente se desvanecen. Productos casi gaseosos de una suciedad pulmonar que las viste de una envoltura blanquecina y tal como sucede con los gusanos de la oscuridad que sin haber recibido la luz nunca salen a la superficie trasparentes.