Vicente Verdú
Albergamos grandes esperanzas sobre las bendecidas relaciones humanas. Creemos irracionalmente, instintivamente, interesadamente, angélicamente, que hallarse en contacto con los demás mejora la calidad de la vida. No hay quien contradiga esta positiva aseveración puesto que de lo contrario tendría que presentar una larga y penosa lista de pruebas tan contrarias como antipáticas.
En el tibio caldo de la bondad más dulce se acaramelan y rebozan las verdades. También la verdad misma de lo real, entendiendo por tal no su cara más cruda y desnuda a sino su inmutable corazón porque, a diferencia de la mentira que es naturalmente multípara, la verdad se ve restringida a alumbrar el hijo único. El Único hijo de Dios.
Sólo nace y se alza una sola verdad frente a un enjambre de mentiras. O, probablemente, la verdad es como un brillante panal de rica miel adonde van a posarse sin mesura las múltiples mentiras.
¿Cómo deshacer tanta confusión sin ser herido? ¿Cómo dar cuenta de la realidad única sin pasar antes por una transfiguración del rostro o una transformación de la mirada, un abotargamiento de los sentidos picoteados por las nubes de insectos que celebran su mendacidad? ¿Cómo llegar a la limpia unicidad pues tras este alboroto de tumefacción y caos?
¿Las buenas relaciones humanas? ¿La rosada relación de amor? ¿El amor como lo más bueno de lo mejor, lo mejor de todo lo bueno? Alrededor del objeto prende una ensoñación redonda que promete curarlo todo y, al cabo, aquello mínimo que no cura del ofuscamiento es su perdición. Su perdición que iniciándose en una ínfima insuficiencia derroca la satisfacción entera, que logra la catástrofe por la simiente del defecto mínimo y que, como en las antiguas carreras de las medias, deshacen la malla desde principio a fin desde el encuentro a la perdición, desde el embeleso al empalago.
La fe en la verdad, la fe en la bondad, la fe en el amor, la fe en el otro, cava la primera fosa y desde un primer punto oscuro ("punzón de agua", dice Lorca) y es asesinada la belleza de la visión. Cegada la visión intacta por el punzón de agua, estrenada la oscuridad como un espacio dilatándose. Esa estancia sombría donde las máscaras habitan a su gusto, donde reposan o danzan a su antojo mientras el ojo ha dejado de ver bien. El ojo ha dejado de escuchar y la pupila se vela como en un triste color.