Vicente Verdú
Los pintores dicen, con razón, que lo peor que puede ocurrirle a un cuadro es parecer ñoño. Lo ñoño es lo manipuladamente mono, lo encantadoramente falso, lo conducido meticulosamente hacia la calculada producción de afecto o de interés.
Todo lo interesante necesita para serlo de veras traslucir su punto de incontrol, como todo lo realmente bello sólo coincide con la belleza superior del accidente.
Lejos de suponer que la intensa y larga intervención de la habilidad humana confiere mayor grandeza a la obra de arte, lo acertado es justamente su revés. Todo lo que trasluzca demasiado una intención querida neutraliza el impacto de su deseado efecto y todo aquello que se presente con los resortes muy ponderados, los tonos en su punto, el énfasis pulimentado y el peso bien repartido, resta misterio y valor a la composición. El conjunto atractivo se gesta con una dosis no escrita de azar y logrando un resultado que, en primer lugar, asombra al artista. O bien: todo artista que se reconozca plenamente en su obra no habrá creado obra original alguna. La originalidad no procede directamente del autor sino tan sólo de su mediación, gracias a la cual se produce el hecho sin dueño, el cuadro sin amo, el libro sin un autor definitivo. La obra maestra. Maestra incluso del artista.