Vicente Verdú
Este mediodía ha aparecido una mosca sobre el aceite de la ensalada. Una reacción decidida y absoluta habría sido deshacerse por completo de la ensalada, pero en realidad el tamaño de la mosca y sus limitadas posibilidades orgánicas no hacían previsible que su influencia se extendiera más allá de un centímetro cuadrado del líquido. El asco, sin embargo, no conoce límites y su alcance casi infinito ni siquiera podía haber sido satisfecho con el inmediato y universal repudio del plato. El asco no conoce consolación alguna pero ¿a cuento de qué dar tanto pábulo al desconsuelo? ¿En nombre de qué elogio al grotesco victimismo convertir el accidente de la mosca en una magnificación de lo más menudo? ¿No será el comensal quien, con su aparatosa desesperación, teatraliza un daño ínfimo para proclamarse más importante de lo que en ese día es?, una mayor dignidad de lo que se le supondría y un orgullo de rango de grado más alto a costa del bajísimo efecto de la mosca. ¿Un pretexto para aumentar tenidas bajo nuestra dependencia o nuestra desconsideración para exhibirnos como gentes de importancia? La furia contra la mosca nos enaltece y criminalmente nos ensalzamos a costa de la metáfora con la su autoconsideración. De manera parecida se actúa también oscuramente con las personas, despreciadas como la presencia de una mosca y que visualizamos el desprecio a otro u otros. A aquellos que, en verdad, tenemos por tan desdeñables como una mosca pero que reciclados por nuestra jactancia utilizamos como materia prima para inventar nuestra superioridad, nuestra pureza contra la imperfección, nuestra alma exquisita incompatible con la vulgaridad de la vulgaridad.