Vicente Verdú
Una línea silenciosa fina escinde la cultura en dos. La parte de los que todavía persisten en el conspicuo amor al libro y esperan, además de su contribución los mayores beneficios intelectuales y la parte de quienes tienen al libro como un amable complemento entretenido, ni mejor ni peor que los demás productos de recreo. Los primeros se aferran a la página escrita, al volumen y su significada representación como una insignia del saber y de la excelencia, mientras los otros, reclamados por el múltiple interés audiovisual, toman al libro, el bestseller especialmente, como una contribución, más o menos excitante, a las pasajeras experiencias de entretenimiento. De un lado predomina la consideración respetuosa o sagrada y de otro el trato utilitario y secular.
Los librescos creen en la importancia del conocimiento a través de la lectura y siguen confiados en ella como vehículo de experiencias profundas, ricas o enaltecedoras. Los no libresco, que no toman a la lectura como la madre de todas las cosas sino como un allegado más, saborean la oferta impresa como un plato más en el múltiple menú del ocio.
Si el libro se pone pesado, el libro se lo pierde. Lo mismo que se hace respecto a la publicidad o la serie televisiva. El receptor ha dejado de ser un receptáculo más o menos sumiso para comportarse como una pieza de caza en continuo movimiento. Su desazón, relacionada con el clima de ansiedad general y consumo efímero, veloz y cambiante, define su estilo principal y a este elemento cambiante debe orientarse la oferta. La oferta cultural y la oferta de ropas, de entremeses, cereales o automóviles.
De hecho, la cultura ha ido perdiendo, a través de la cultura pop, su estatus y rueda por los entresijos del organismo de la existencia, la experiencia, el recreo y la consumición. Apenas queda lugar para el adorable monumento y cuando este erige materialmente en el centro de una plaza, posee hoy la morfología artística de los artefactos en los parques de atracciones y no la severidad de las celebraciones serias.
Lo serio, sea libro, película o lienzo, cae fácilmente en el ridículo dentro del aire general de lo intrascendente. ¿Hemos perdido el más allá? Hay un más allá pero se compone de una miriada de perdigones futuros. Futuros inmediatos, expuestos como metrallas, perceptibles como snacks, desechables como las cáscaras de los pistachos en el cóctel.