Vicente Verdú
Sobre lo que significa escribir y terminar de poner el punto final a un libro hay tanta literatura como ficción. Tanta ficción literaria en la que se han basado no ya los argumentos de los libros sino las ficciones de los autores. Se acaba un libro y no pasa nada. Sólo vendría el alborozo si, como en los sorteos o en los partos, apareciera algo desconocido. De ahí que la sorpresa feliz del alumbramiento o del premio sean tan intensas. Nada es tan importante como aquello que no sabemos clon exactitud cómo se ha hecho o cómo lo hemos hecho. ¿Cómo, pues, esperar que nos alboroce un trabajo que, como la escritura, se realiza artesanalmente, primitivamente, letra a letra, adjetivo adjetivo, corrección tras corrección, fatiga tras insomnio, preocupación tras dudas y dudas?
La sensación más ajustada a la terminación de la obra es la de alivio. La obra bien hecha sólo será posible de estimar, si llega el caso, mucho después. Cuando está impresa y no es igual a los folios entregados, cuando se lee y no parece que, estando bien, la hayamos escrito nosotros. El nosotros, el yo, para acabar, es una pesada carga que de la fatigosa identidad va a la queja, que de la queja pasa al falso orgullo y que del orgullo desemboca en la humillación. El yo es un círculo que apresa. El yo es un anillo que circunvala. Cuando más se disfruta del mundo es en aquellos momentos que creemos volar sintiendo que nos hemos liberado del yo como se liberaría de su amo la paloma anillada.
Gozamos más cuando no podemos creernos que el yo sea quién recibe el galardón y creemos que se trata de otro tipo, aquél sujeto inimaginable, que ahora por error y circunstancialmente nos habita. Por error nos habita y, encima, ante el asombro de los demás que, a su vez, nos contemplan con extrañeza. Es decir, con el máximo halago.