Vicente Verdú
Resulta muy significativo que, en la crisis, sea precisamente la industria del automóvil la que despierte mayor atención pública, piedad presupuestaria, urgencia en la acción estatal.
Sin importar, en apariencia, demasiado los cientos de miles de parados que está provocando la burbuja inmobiliaria, las decenas de miles de obreros que pierden sus puestos en las factorías de coches aparecen como las víctimas cardinales de esta época en consternadora defunción. La construcción y su maldito pecado especulativo tienden a ser olvidad al modo de una odiosa ignominia mientras el sufrimiento de la industria automovilística se trata con los mimos que se procurarían a un símbolo sagrado de cuyo porvenir no puede inhibirse la autoridad de la nación.
La prosperidad del siglo XX nació con el automóvil. El individualismo, el turismo, la libertad personal y sexual, la independencia vecinal, la urbe, la industrialización en serie, las autopistas hacia el más allá, el flameante signo del petróleo, la cromada simbología del optimismo respecto al futuro de la sociedad capitalista llegaron materializadas en el sonido y la velocidad del coche.
La casa pertenece a la fase anterior pero el coche inaugura el auténtico hábitat contemporáneo. Representa un salto espectacular en la dominación privado del tiempo y del espacio porque si la velocidad terrestre fue ya modestamente experimentada con el ferrocarril esta invención no se afectaba sino a lo colectivo y con esa condición se mantuvo inscrita entre los nuevos artefactos del maquinismo industrial.
El coche es otra cosa bien distinta. No consiste sólo en una aportación tecnológica dentro del general desarrollo industrial sino que, como la luz eléctrica, se incorpora directamente y hasta revolucionariamente a la peripecia doméstica. Con él llega un componente cuasifamiliar que tampoco viene a ser como el antiguo animal de tiro pero que evoca, sin duda, la presencia de las bestias en la jornada diaria y cuya fuerza ayudaba eficazmente en las tareas. El coche procura calor (como los mulos en las cuadras) , proporciona ayuda en el quehacer laboral, se adhiere a nuestra cotidianidad como otro ser vivo pero, sobre todo, introduce en nuestra vida no un plus para trabajar sino para dejar o no de hacer. Su potencia ayuda a llegar pero simultáneamente a liberarse respecto a un destino fijo. El coche nos lleva y nos trae sin fatigarse, sin distancia predeterminada y sin adquirir ningún hábito que no proceda de nuestra libre voluntad.
Se ofrece a nuestro deseo como una prolongación de nuestras facultades mentales y físicas, y hasta un límite que jamás se pudo imaginar. Nos acoge como un albergue íntimo pero sin abarcarnos fijamente ni preceptuar nuestra dirección (geográfica o moral). Lejos de imponerse al recibirnos, o estar en él es proporciona poder: poder acceder a diferentes sitios, vivir directamente la ocasión de mundos cualitativamente surtidos.
El pueblo, la localidad, la vecindad, se reemplazan por la movilidad, el establecimiento por las etapas. Dentro del coche creamos nuestro refugio personal pero no para apartarnos del mundo sino para traspasar las distancias que nos apartarían de él. De ese modo el coche supone, literalmente "una apertura de miras" y, ¿cómo no?, una apertura cultural. Entre quien conduce y quien no conduce se percibe pronto una extraña diferencia, sea de carácter, de actitud e incluso la manera de ver. Pero, en conjunto, entre una sociedad conductora y otra que no lo es discurre un abismo de época. Todos somos, gracias a la actual omnipresencia del coche, intrínsecos conductores y ¿quién duda que esta facultad técnica y cultural se prolonga desde el volante al timón de nuestras vidas? El conductor lo es, aunque sólo sea potencialmente, un conductor a todos los efectos. Un posible conductor general que, en un grado u otro, posee el derecho y la posibilidad de conducir o conducirse. La importancia del coche en la construcción del individuo y sus derechos es no sólo máxima sino tan veloz como su dinámica y tan explosiva acaso en la historia social y política como el principio de su motor.
El conductor, como la figura del actual consumidor, son modelos que fue creando el siglo XX y generando con ello una democracia real e inaugural, un diferente sentido y valor de la vida personal y colectiva. Sobre estos nuevos pilares nacidos con el siglo XX la industria del automóvil ha ensanchado y enriquecido su oferta. Sus cifras han simbolizado el despertar de muchas naciones olvidadas y siempre el registro de sus buenos datos ha indicado el creciente grado de bienestar nacional e internacional. Todos los automovilistas del mundo han ido convirtiéndose así en una suerte de clase global ascendente de corte común y de idiosincrasia semejante con modos de vida y tópicos morales compartibles hasta el punto en que podía decirse que así como el campesino representaba un prototipo casi histórico superado ya por el homo urbano su perfil no culmina hasta coincidir con el homo automovilizado.
Que se trate ahora de salvar con ansiedad, urgencia y magnanimidad a General Motors, Ford, Chrysler, Nissan o cualquier otra marca emblemática tiene que ver, sin duda, con el propósito de reducir el número de desempleados pero tiene que ver esencialmente con "el modo de ver". El mundo tiende a verse y parecer otra cosa con el anunciado desmoronamiento del automóvil y, de hecho, la suprema estampa de la crisis actual, la primera que se ha alzado como real amenaza en los periódicos ha sido la de la ausencia de toda clientela en las tiendas de automóviles o la imagen de los infinitos stocks de autos en los amplísimos parques logísticos.
De otro lado, la suspensión de las jornadas de producción durante semanas reproduciendo los tenebrosos tiempos del cierre patronal en los comienzos de la industrialización transportan también a la incierta tumba de las libertades. Porque el mal que se desprende de la temida quiebra de la industria automovilística coincide con la quiebra de la jovialidad, la confianza y la alegría de nuestro tiempo. Ilusionados conductores de coches, escapadas, liberaciones soñadas: el repertorio de las fantasías asociadas al coche quedan mutiladas por la crueldad de la crisis y la consiguiente muerte de la producción.