Vicente Verdú
En la banalidad está la magia. Nada comparable a lo grave, serio o profundo que son cuestiones apegadas a lo más graso y sórdido de la especie humana. La trivialidad es cosa de los ángeles proscritos.
Su liviandad, su ligereza, la hacen inaprehensible y en consecuencia muestra la pertenencia a otro mundo. Lo inmaterial, lo poético, lo espiritual rozan con la banalidad pero no son legítimamente banales. La diferencia a favor de lo banal radica en que mientras lo espiritual sigue formando parte del sistema humano, lo banal lo traspasa, lo desdeña y lo supera. Actúa como una fuerza del mal que nunca se deja atrapar por los códigos de la virtud o del vicio. La banalidad sobrevuela ambas cimas establecidas por el pensamiento humano. Todo ello puede ser vulgar pero no lo trivial que se preserva de clasificaciones y de antagonismos simétricos. Lo trivial no es lo contrario a lo serio ni a lo importante. La incapacidad de ambas categorías para anular lo trivial contrasta con el poder de lo trivial para arrasar con la estatura de lo importante, lo campanudo o lo severo. La trivialidad derrama su risa corrosiva sobre las grandes figuraciones y las grandes figuraciones no podrán incapacitar a la trivialidad que sale indemne de los acosos y tanto más cuanto más campanudos o aparatosos se pretendan.
Porque tampoco habrá de confundirse la ignorancia o la insuficiencia con la trivialidad que conlleva una suerte de saber y potencia decisivos. Su extrema categoría no es sólo de un orden diferente a las grandes categorías de la historia sino que en comparación con ellas posee la diferencia atemporal de lo encantador. Es así como resulta irreductible, inmensurable, y ucrónica. El arte de lo banal se parece al arte del flirt y el flirt se hace auténticamente un juego indecible cuando obtiene el jugo de lo banal. Siendo la banalidad, en fin, lo contrario de lo vano; siendo la banalidad lo opuesto a la vanidad. La vanidad se encuentra entre la serie de los artículos corrientes mientras la banalidad se caracteriza por su esplendor. La vanidad muere en su materia, es opaca y estática, mientras la banalidad sobrevuela lo material, es brillante y veloz. Irreductiblemente veloz y jovial puesto que su clase de alegría pertenece a un universo tan distante como maléfico y gestiona los ánimos con un soplo tan perfecto como delicado, tan ligero como invisible. En la banalidad se halla el secreto de la seducción. En la banalidad se halla la exquisita magia de la conquista y de paso el primer indicio de un mundo alternativo donde reside lo increíblemente feliz. Siendo entonces lo feliz la banalidad misma, tan primigenia, única y genuina que ni siquiera se encuentra al alcance de Dios y sus tremendas manos de oro.