Vicente Verdú
Entiendo que muchos, escritores profesionales o no, escriban sus memorias a la manera de una exculpación y no sólo como un relato. O también, como decía Laín Entralgo, como "un examen de conciencia".
Una existencia esta compuesta de tantos tropiezos y relaciones, buenas o malas, injustas o justas que exige ese balance por el hecho importante de convertir lo pasado en un objeto enteco y extirparlo de toda secreción jactanciosa u hostil.
Somos nosotros objetos y sujetos en la vida común. Pero ¿qué paz si todos fuéramos al cabo sólo objetos que interactuaran entre sí como las múltiples bolas de un billar norteamericano o, aún más, como las máquinas con flippers que hacían viajar a la bola de acero por vericuetos que no podían ver ni prevenir. Ni odiar ni desear?
El juicio sobre uno mismo cuando es firme y sereno nos deja en paz como si los treinta y nueve de fiebre hubieran bajado a los treinta y seis y medio. Desprendidos de aderezos, eliminados los engreimientos, abatido el orgullo y descalificado el soberbio (y acalorado) amor al yo, la vida se convierte en una senda apaciguada y con mediana luz.
Es de este modo natural como he venido a plantearme el bien que sería para mi y los más cercanos escribir un libro sobre mi vida con sus imposturas, sus vacilaciones, su contradicción, siempre en el imposible camino de lograr lo mejor, aun equivocadamente. Lograr lo mejor, por ejemplo en la profesión, donde nunca he conseguido -tampoco mis mejores amigos- sentirse satisfechos o felices de cuerpo entero. Sólo los tontos o muy tontos, creo yo, sonríen al final de sus días. Los moribundos respetables, muestran, con razón, un último rictus de decepción, la faz que ha visto demasiadas veces la dura y despiadada espalda del mundo.