Vicente Verdú
El primer enamoramiento, el primer empleo, la boda, la jubilación, son etapas de la vida. Ojalá no terminaran nunca puesto que poseen, cada vez que llegan, el bisel luminoso de un renacimiento sin fin. Dejamos atrás una circunstancia y nos incorporamos al fino dibujo de otra. Lo nuevo aporta un valor puro, refrescante y salvífico. Todo lo nuevo, desde un objeto a un amor, desde una prenda a una vivienda, crea la fantasía de que con la inauguración creemos rozar la inmortalidad perdida. El primer paso en el linde del estreno sitúa en una esperanza blanca o infinita. Nada gastado, todo reciente e inmaculado, ninguna macha de decepción, ninguna sombra en la perspectiva.
Esta experiencia sólo puede compararse a la de ingresar en el paraíso o cuerpos fragantes por el estilo. En tal situación, envueltos en la belleza inaugural, cada cual viene a ser para sí una pieza sin tara, lavada de muerte. Una pieza liberada y ligera, tan ausente de la perturbación como libre de ataduras y asechanzas.
La nueva etapa transmite el bien de la transparencia, el aire de la bendición, la bonanza del perdón y la puerta abierta al reino absoluto. Se censura con impiedad la cultura de consumo pero ella significa el acentuado anhelo de no morir en lo ya existente y de lograr, mediante la novedad del objeto adquirido el efecto sucesivo de la novación. Nuevas etapas de relación con el objeto, figuraciones del sobjeto, sucedáneos de perdurabilidad infinita, que, de un lado brinda el perfume de lo nuevo y, de otra, se forma con la fantasía de una inédita narración entre él y yo.