Vicente Verdú
Ayer quedé sorprendido cuando un intelectual de primera fila mundial confesó en la mesa, con la mayor desenvoltura y desparpajo, que él no entendía nada de cuestiones estéticas. ¿Se puede poseer un pensamiento brillante y ser opaco a la belleza? No poseer gusto por los colores del mundo, carecer de capacidad para descubrir la belleza no escrita de un cuadro, sufrir la impotencia para distinguir entre una arquitectura de calidad y una horterada ¿puede ser compatible con una inteligencia admirable?
No es la primera vez que tropiezo con autores de este tipo que desmienten con el adefesio de sus ropas o el desatino de sus juicios estéticos la creencia de una mente lúcida que sirve para alumbrarse en todas las direcciones espirituales.
Desde luego, siempre he sospechado del criterio de los pintores, los directores de cine, los escritores o los diseñadores, que elegían mal sus faldas, sus bolsos, sus calcetines o sus corbatas. Sentirse indiferentemente con unas ropas u otras suele ser indicio de poca sensibilidad integral o de una sensibilidad polarizada o profesionalizada. Un poeta, pongamos por caso, no lo es para una especial actividad sino para una general visión del mundo. Un artista tiene que ser, por definición, un esteta. Un intelectual, efectivamente, no es un poeta pero ¿cómo deglutir, sin consecuencias, la declaración de que es un tonto para lo estético? De inmediato, no importa cuánto le admiremos, el hombre o la mujer lúcida se empaña, su clarividencia se ensombrece, su imagen se atasca o se colapsa.