Vicente Verdú
La envidia es el pecado capital más lerdo, improductivo e ignorante. Todo lo que envidiamos en el otro se lo concedemos con nuestro padecer. No menoscabamos al envidiado rabiando por sus logros sino que ponemos de manifiesto la lacerante carencia de nuestros talentos. De esta manera la envidia se envisca en nuestro interior como un animal que succiona la autoestima mientras, al otro lado, el envidiado se condecora con nuestra tortura. Cuanto más grande mejor
El catecismo decía: "Contra envidia, caridad". Y no podía ser más sabio el catecismo. Admitamos que su tajante reconvención tendía sobre todo a infligirnos alguna a penitencia impertinente pero, en realidad, la indicación contiene en latencia los elementos esenciales de la medicina para recobrar la salud emocional. La caridad significa amar a los otros. ¿Pero cómo amar incluso al envidiado? ¿Cómo querer a quién nos daña con su éxito o su excelencia? Pues amarlo y quererlo, abrazarlo, a través de la fatal solidaridad de pertenecer a un mismo rebaño. Todos los corderos seres humanos, todos los vivos condenados, todos los nacidos afligidos tarde o temprano por cualquier especie de dolor o de cruda adversidad. No hemos nacido para ser galardonados sino para ser martirizados No para ser mimados sino sacrificados.
Todos los muertos son mártires y no sólo aquellos que ganan un aura en las estampas del santoral. La existencia se compone de una sucesión de martirios, mayores o menores, que se interrumpen sólo para regresar después y que se acentúan hoy para apagarse mañana y volverse a encender en el incontrolable porvenir. Solidaridad humana o solidaridad de antorchas humanas en plena combustión. El fuego que nos socarra en la vida, el fuego en el que ardemos todos por esto o por aquello es igual a la biografía de todo ser humano (de todo ser humano) al desfilar sobre la parrilla que quema por delante y por detrás.