Vicente Verdú
Los fines de semana, a pesar de los pesares, se presentan como una pesarosa depresión de cada semana. Llega la tarde del viernes y con ella se ingresa en la rampa simbólica y oscura de la atronante discoteca. Al final de ella, poco después, en el despertar del sábado que nos vemos fuera de esa suerte de caverna plateada, lugar confuso y bajo tierra, para emerger a una realidad donde, con el desayuno del café con leche, vuelven más o menos borrosas las cuestiones pendientes de todos los días cuando, la noche antes, nos creíamos por momentos a salvo de todo.
De hecho cualquier mala noticia que sobreviene durante el fin de semana adquiere unos caracteres más inconsentibles u horrendos, simplemente por acontecer en un intervalo reservado para la vida de luxe, frente a la vida ordinaria y común, de baja calidad, que es el escenario donde, en general, sobreviene el mal y el bien, la muerte de un amigo o el despido a ultranza.
En los fines de semana, ya por amplia convención internacional, se establece un armisticio social y antropológico. Esos días se encuentran en el calendario común pero tan solo como corchetes que enlazan con el otro periodo de cinco días hábiles (¿hábiles?) que llegan a continuación y a la manera de un rancho, igual al anterior, donde vivir, trabajar, reír o penar dentro del menú general de la vida.
En el fin de semana la vida, a diferencia de las otras jornadas, no se consume trabajando. Se consume de todos modos, haciendo esto o aquello, pero se ofrece socialmente como una degustación que en teoría administraremos con mayor participación de nuestra voluntad y nuestro particular capricho. ¿Fines de semana pues para hacer todo lo que nos plazca al margen de lo que se debe hacer? Esta es la leyenda del Gran Descanso histórico que, etimológicamente, significa desde el siglo XV desviarse de la ruta, "doblar un cabo navegando, desviándose del camino ordenado".
Desviados, en suma, de la ruta cotidiana y reglamentaria para reorientarnos hacia un impredecible y surtido territorio de elección. Uno se va a cazar el otro a tomar aguas, uno duerme dieciocho horas, el otro pinta el salón o un lienzo. La diferencia de actividad en los fines de semana hace estallar el orden cabal que imponen el resto de los días donde se actúa normalizadamente y en cada momento, cualquiera que nos conozca, podría señalar el lugar donde nos encontramos y la clase de labor que desempeñamos.
Para bien y para mal, el fin de semana es un tiempo de excepción. Nos exceptúa de la rutina para invertirnos en una vitrina, también medida con rigor, en donde podemos comportarnos como personajes ingrávidos e inventados. Esta sería la parte positiva de le excepción finisemanal en el gran supuesto de que la tristeza. la soledad o la melancolía no viniera a turbarnos. Pero, además, la parte negativa de esa excepción se corresponde con el tiempo, cada vez más numeroso y montañoso, de las personas que habitan los hogares a solas y se tropiezan, semana tras semana, con la realidad de su vida única, peatón del mundo, Paseante urbano y desenlazado de la vida de los otros,
Este carácter solitario y negro del fin de semana, cada vez más numeroso y común, convierte las ciudades en un archipiélago de luces que señalan pisos habitados por un solo habitante y nada más.. Un solo habitante que se asoma y desaparece. Que sigue a solas el programa en la televisión y calla. Un solo habitante que abre la pequeña lata de atún y llama por teléfono o espera el timbre de un teléfono que no suena.
Este par de fechas que componen el fin de semana han perdido de vista la idea del sabbat y todas las demás connotaciones felices, de descanso y oración, que marcaban sus significaciones fantásticas.
Del domingo, día del Señor, día de trajes especiales, planchado y dorados por el día de sol (según el sunday inglés o el sonntag alemán) se pasa al casual del domingo laico y deportivo. Los fines de semana son diferentes en cuanto al quehacer de las obligaciones laborales pero son iguales a los demás en cuanto a la climatología simbólica y su prestigio.
No surgen bordados con una aguja de oro ni bañados por otra luz. Tampoco se comportan benévolamente como se deducía de la cortesía social, los rezos y las bendiciones que inspiraba la visita a los templos. El domingo y no digamos ya el sábado, su escudero, discurren como fechas sin un lustre miniado. Son tan sólo productos seculares, sólo de más precio mercantil, extraídos del resto por dictados del Estado de derecho que proyecta su sombra regular sobre todo lo que rige.
Son días en que efectivamente la vida doméstica, la presencia del hogar emerge con mayor claridad y en los cuales, la casa, en vez de presentarse como un transitorio apeadero de las demás ocupaciones se reconvierte en una rotunda estación donde habrá que vivir cara a cara con su carácter, sus imperfecciones, sus atractivos y su inesperada falta de interés.
El tedio de la domesticidad empieza a manar desde los muebles, las ventanas y los tabiques. Todas las viviendas se vuelven demasiado angostas para seguir fantaseando sobre sus dones y el fin de semana calibra desdichadamente la amplitud de nuestras imaginaciones acogedoras. Son, sin embargo, angostas para dar cabida a la gran expectativa de libertad pero, de otra parte, son excelentemente felices para morir con la mayor voluptuosidad en ellas. De ese choque entre lo altamente esperado y lo menudamente recibido, entre lo recibido y lo imaginable sin freno nace una justa animadversión hacia el hogar antes glorificado y, de paso, una consideración menor de la domesticidad que ya no se expresa como una munificencia sino como estrés que, por decepción, se suma a la frustración de nuestros sueños.
Efectivamente el diván está ahí para tumbarse, la cama se extiende en el dormitorio para que hagamos uso de su plataforma cariñosa, la televisión se entrega al voluble capricho con que manejos el mando y, sin embargo, todo ello es dolorosamente poco o escaso.