Vicente Verdú
Tiziano soportaba tan mal el universo del color verde que cuando se trataba de representar bosques y forestas prefería hacerlo envueltos en llamas y consecuentemente representarlo a través de colores encarnados y negros.
El verde tiene una importancia especialmente infalible. Se halla en un cruce de componentes altamente heterogéneos y es capaz de expresar un catálogo de emociones tan vasto que no viene a ser raro atragantarse. Atraganta por hallarse ubicado en un espacio exageradamente amplio pero, además, si tratarlo exige una atención y cuidado extraordinarios su plasmación evoluciona con extraña facilidad como una masa autónoma que se complace o se envenena veleidosamente y en sí.
Aceptar con el verde de Goya, por ejemplo, representa una tarea que puede ocupar la carrera entera de un artista porque el verde se desliza, viaja, se pervierte o glorifica. Los verdes lo dicen prácticamente todo. Y en una doble acepción: son capaces de pronunciarse en las más diferentes lenguas y pronuncian con asombrosa precisión el carácter del artista.
Odiar o amar un color parece un contrasentido en la cosmología de la pintura. Todos los colores y tonos son bellos de acuerdo a su emplazamiento, su proporción y su convivencia. Sin embargo, unos y otros artistas parecen llevar en su talante o su talento una molécula cromática fundacional. Puede ser el blanco, el azul, el rojo, el negro o el verde. Los expertos deciden con formidable frecuencia la autoría de una obra por la marca que el pigmento personal representa. En la pupila pero también en la mente un color fulge e induce, guía la mano, ambienta el cuadro, decide la comunicación final.