Vicente Verdú
El rostro es la enseña del ser humano. El subproducto de cientos de metabolismos por los que forzadamente o con agrado tuvo que pasar ese peñasco.
Si la vida se teatraliza en un escenario, éste es el bastión de la cara. Un mundo donde emergen y se sumen los habitantes conocidos y soñados, una escombrera donde al fin van a parar los detritos importantes y, seguramente, los júbilos de mejor etiqueta. Prender fuego al rostro es lo mismo que incendiar la vida. No hace falta un holocausto más extenso. Biografía y geografía se confunden en ese mascarón donde se olisquea la perversión del tiempo, los pesos del fracaso y también, quizá, los resquicios de alguna felicidad con agua potable.
Cuenta Leopardi, a propósito de cómo el tiempo se condensa, que cuando al cabo reencontró a un amigo, asimiló su vejez al estrago que suelen producir las enfermedades graves o las tremendas desgracias. La desventura, la adversidad. Todo esto es lo que, en sutiles racimos, se aúna a la menuda existencia de las células, se cobija en los resguardos de la piel y levanta al fin su acampada en plena superficie de la cara. Cuando el hombre o la mujer recurren a la cirugía plástica no hacen sino defenderse contra esa insolente invasión de desperdicios.
La cirugía estética no es una forma regular de la medicina. En todos los demás procesos curativos, la desaparición del mal hace volver hasta un punto anterior y más o menos preciso del tiempo. Aquel momento justo en que la salud se quebró ante la dolencia. Con la cirugía estética, sin embargo, no se sabe bien adónde se regresa. Mientras la primera trata con los términos de una patología, la segunda opera con la profusión de la biografía. Y bien, mientras la una cree en que algo de afuera provocó el mal, la segunda busca extraer del propio yo una indeseada porción sobrante. Es decir, la dosis de ajenidad que siente cada uno al verse no siendo el que creía que era.