Vicente Verdú
De una forma natural, las casas producen, reciben o enferman para cubrirse más o menos tenuemente, más o menos tardíamente, de polvo. No se trata de cargar con el peso de un detritus propiamente dicho, asqueroso o infame o signo de menesterosidad. Incluso las familias mejor establecidas, más acaudaladas y famosas sufren también está especie de superficial eccema propio del habitat en cuanto tal, en cuanto por sí mismo, al estar, el habitar atrajera una segura y variable cantidad de polvo.
De hecho, sin hacer nada en su contra cualquier piso o residencia acabarían cubiertas de polvo y al transcurrir el tiempo, acaso secular, aparecerían enterradas por el polvo. Consecuentemente, la idea del polvo no puede despacharse remitiendo su circunstancia al expediente de la suciedad. Más que a la suciedad propiamente dicha el polvo forma parte de la temporalidad.
El polvo se extiende como una lámina de fina temporalidad que navega a lo largo y ancho del espacio. Su destino es seguir flotando sin final preciso pero, a la vez, posee en su seno una extremada ansiedad por aparearse con los objetos. De una parte el polvo encarnaría la gigantesca soledad a granel y de otra los objetos, una soledad al detalla de cuya semejanza conceptual se deriva que el polvo presente tan una fuerte y asidua querencia por envolver las cosas, sean grandes o pequeñas, objetos todas ellas de una vida doméstica en donde el polvo vive y, acaso crece, en combinación amorosa y sexual.
Los objetos parecen estables mientras el polvo es nómada. Si embargo, es tan vasta la manada polvorosa, tan audaz y copiosa a la vez que el reposo del polvo se halla siempre incluido en el desarrollo de sus itinerarios, en alguna etapa de sus infinitos viajes de un confín a otro del mundo y en virtud de una misión que no conoce destino fijo. De este modo el polvo mezclado al devenir de la especie humana, se manifiesta, a través de unos u otros objetos, como una masa sustantiva. En ella se hallarán huellas del pasado y del presente, pero incluso incipientes formaciones de polvo que por su querencia comportan algún atisbo, probablemente esotérico, del porvenir.
Al polvo lo odiamos como a los seres extraños o denigrantes. Las amas de casa en cuanto símbolos vivientes de la limpieza sienten al polvo como un obstinado enemigo, un accidente mortal que es preciso combatir sin tregua, día tras día, para lograr un escenario puro, libre de una presencia cuyo contenido es tan multívoco como imposible de anticipar.
El brillo se evoca como la prueba más fehaciente de falsación, popperiana sentencia de que el polvo no está. La violenta elocuencia del brillo desbanca la presencia del polvo o también sus armas letales convierten las superficies en espejos y logran, en su reluctancia, que el polvo, huidizo en sí, haya salido huyendo.
El brillo cuando viene a ser la consecuencia de una extremada limpieza conlleva el exterminio del polvo y es indicador en adelante de las primeras huellas de una primera y tímida aproximación. En las copas, la plata, los espejos, la mesa, las repisas barnizadas, el polvo está presente o no en función de la eficiente vigilancia que el quehacer doméstico empeña en el combate
De hecho ¿cómo ignorar tras la experiencia en este mundo que el polvo emigra, nos envuelve, nos adora, vuela incluso de uno a otro continente y lleva consigo de un extremo a otro las micropartículas del desierto o los intáctiles gránulos del hielo. Día tras día, minuto a minuto, el polvo expresa su necesidad de aterrizar sobre el objeto, sea por la larga fatiga que arrastra en su continua suspensión como, porque ya exhausto de sus incesantes desplazamientos, se deja caer. Polvos unos que todavía jóvenes, pueden seguir su prolongada nube en el cosmos y polvos moribundos que al precipitarse sobre los objetos llegan a apegarse con tal desesperación a su materia que los objetos mismos mueren bajo su copulación.
Sin polvo, puede creerse, viviríamos mucho mejor pero exactamente la idea de que "polvo somos y en polvo nos convertiremos" ata nuestro final al suyo. Somos polvo y vamos pulverizándonos. Somos cuerpos de polvo compactado que va disgregándose. Somos nosotros cuando sacudimos el polvo o lo retira un año quienes nos vamos demediando.
El punto final tiene lugar cuando nuestras cenizas convertidas en polvo puro, sin paliativos, son lanzadas al aire y en ese espacio sin apoyo nos reunimos con las cenizas y polvos de los otros, personas y objetos, que realizan fatalmente el eterno viaje de las grandes polvaredas, entre su extravío y su extenuación.