Vicente Verdú
¿Puede tenerse miedo a la tristeza? A la desgracia, claro que sí, pero ¿temor indefinido a estar triste? El temor, bien se sabe, constituye, de forma elemental, parte del rebozo de estar vivos y propicia por ello en diferentes casos una forma eficiente de felicidad. De la felicidad, desde luego, porque temiendo lo peor o siendo consciente de la facilidad con que se presenta cualquier adversidad, lo bueno, lo mejor y hasta lo ordinario, se celebran con un gozo.
¿Pero miedo a la tristeza? Teniendo salud puede temerse la enfermedad pero es raro que en la plenitud de la lozanía surja un verdadero pensamiento para lo insano. Como también en la plenitud de la alegría, ¿quién piensa en serio sobre la tristeza que existe en el mundo, que sobreviene sobre los más cercanos o que podría llegar a recaer en mí?
Muy probablemente, mi miedo personal a la tristeza forma hoy parte de un cuadro clínico o estructuración atenuada del Mal (¿la depresión?).
Cada mañana, al despertar, viene a juntarse a mi respiración una grisura y ya desde el desayuno no me deja estar en paz con lo que sea normal. ¿La normalidad? ¿La normalidad, pienso, no será en sí misma una cantera sombría, un yacimiento oscuro para el corazón? Todas las personas que conozco con la tensión alta sólo están tristes cuando investigan el esfuerzo de su maltrecho corazón. Las de tensión baja, sin embargo, siendo propensas al decaimiento asumen que la aparente tristeza no es sino una cuestión orgánica que encuentra cura en el sistema de sanidad. Pero a un corazón si problemas orgánicos ¿corresponde alguna tristeza regular?
Pues sí. Hay una tristeza enclavada en la memoria dolorida, una tristeza básica del paso del tiempo y una amargura genuina que corresponde a la tristura del no pasa nada.