Vicente Verdú
Tardé años, desde los 10 hasta los 20 por lo menos, en resignarme a no ser nunca alto. Nunca. Otros crecían en la clase sin ningún esfuerzo y ante mi triste asombro. Me quejaba tanto de no llegar la altura de los más encimados que mis protestas provocaron que mis padres me llevaran a varias consultas médicas, unas para que me recetaran vitaminas otras para que me engañaran prometiéndome una ganancia de tres o cuatro centímetros en los próximos dos o tres años. No hicieron efecto las vitaminas y las mentiras clínicas, a fuerza de repetirse, se hicieron mentiras cínicas. En todo este proceso yo veía en qué tremendo ridículo me colocaba puesto que no sólo declaraba públicamente el pesar de mi pequeñez sino la bochornosa vergüenza de soportarla. Este padecimiento que por la época parecía frívolo o incluso cruel, respecto a la media de la población, no era en consecuencia comprendido por nadie. No podía decir que me perjudicara demasiado en la relación con las chicas pero sí me llevaba a esforzarme en los apartes donde procuraba sacar ventaja a través de la palabra. Una chica me confesó incluso que hablaba como si tuviera cinco o seis años más. Era precisamente la cifra, más o menos, de los centímetros que me faltaban para presentar una figura elegante. Poco a poco, sin embargo, basándome en la fatalidad y en las varias novias que había logrado, fui conformándome. Había mucos jugadores de fútbol que me sacaban un palmo pero era fácil en los años cincuenta admirar delanteros, extremos sobre todo, que medían lo mismo que yo. No terminaba quedándome tranquilo por completo pero estaba claro que mi rabia, mi envidia, mi resentimiento eran cuestiones que no debía cultivar.
Cada cual es lo que es: "nadie es mejor que tú ni tú eres mejor que nadie" me dictó un canónigo que tenía entonces como asesor espiritual y, sobre todo, como modelo cerebral gracias a las continuas muestras de una inteligencia superlativa. Era tan inteligente como divertido y tan divertido como afiladamente inteligente. Era tan capaz de convertir lo bueno en malo o lo malo en bueno como si cambiara el agua en vino y viceversa. Era capaz de revolver un argumento y deducir su contrario con una elegancia que me aficionó mucho a las tallas de la inteligencia y me parece que de ahí viene el que yo no siendo nunca más alto de lo que marcaba el metro supuse que sería acaso más inteligente de lo normal y, por si faltaba poco, creí hallar una ventaja en mi estatura mediocre porque desde ella era menos fácil distraerse con la vulgaridad del exterior y más sencillo penetrar en los secretos de la mente que mi director espiritual me enseñaba a desentrañar como si partiera almendras.
Director espiritual y médico total. Nunca después he encontrado a nadie que procurara más confianza ni distracción dentro del indecible tamaño del yo. ¿O sí? O lo que hizo no fue sino agrandar el ego para suplir los tres o cuatro dedos que me faltaban. Y acaso me faltaban precisamente en la frente.