Vicente Verdú
En una famosa biografía de Dalí, The Secret Life, se dice en el prólogo que ahora, gracias a la ciencia, sabemos que la forma es un resultado del carácter reactivo de la materia. O bien, que la materia sometida a la coerción del espacio se defiende del fatal aplastamiento conformándose de modo que resiste como puede y evita el allanamiento.
El cuerpo que presentan los objetos no será pues otra cosa que la solidificación final de un acuerdo entre la muerte y la persistencia, entre la dificultad de vivir y la desesperación por lograrlo a toda costa.
Los objetos en el mundo adquieren desde el nacimiento su apariencia tras ir saliendo victoriosos del espacio que se les viene encima por los cuatro costados pero ello al coste de incorporar las presiones como cicatrices, contracturas o cifosis, que deciden su estética. La belleza (o la fealdad) resulta ser así una construcción provocada por la omnímoda actuación de la hecatombe.
El estado del mar, el relumbre de una pluma estilográfica, el cuello de una mujer o un felino en extinción, son posibles gracias a la mano oculta de la catástrofe. La catástrofe encierra una performance silenciosa pero ese tránsito por lo invisible sirve, finalmente, para convertir el accidente en materia, el soplo en realidad, el caos en estructura y la estructura en la vista definitiva del mundo. Una estructura diseñada por la caótica presión, cincelada por la ciega inquisición del espacio, nacida como un huevo indefectible del acoso.