Vicente Verdú
Lo diré más rudamente: una mujer que viste mal se hace al cabo insoportable. Una mujer que viste mal no por falta de medios económicos sino por falta de criterio estético. La falta de gusto para vestir supone una mutilación esencial y aplicada a las ropas que se visten se convierte en una lastimera manifestación de su autor. No es sólo desagrado el que produce una mujer mal vestida sino, ante todo, piedad; lástima por su minusvalía en el arte de la seducción lo que obliga a la otra parte a la condescendencia y al perdón. Pero ¿cómo sentirse excitado por quien nos comunica menesterosidad?
Es necesario un ejercicio de generosidad superlativo para superar la barrera de ese vacío, un desmedido esfuerzo por olvidar lo que obviamente no se olvida.
Finalmente, el esfuerzo por aceptar y amar a la amante feamente vestida conlleva un sacrificio que nunca se otorga gratuitamente, sin importar la buena disposición. Una cota de la pasión se despilfarra en ello, una buena porción del erotismo debe ser reconducido reflexivamente por conductos que no se hallaban en la entrega. Y, al cabo, el suculento pastel que se pierde cuando sus ropas no son emocionantes significa una pérdida de cuantiosa proporción. El amante decepcionado sólo se recupera con una gimnasia suplementaria que duda sobre su propia justificación. ¿Por qué rendirse a la fealdad? ¿Por qué no mantener la legítima reclamación a la belleza de las ropas? El vestido es tanto o más que la piel. Tanto como la voz e igual que al sentido que se le atribuye a la amante. Quien viste mal es un sinsensato y, con frecuencia, un malhadado. Va encaminado al error o reside en él. Se acomoda al despropósito y a la ofuscación. No dilucida y, en consecuencia, no será posible que nosotros, el amante, se sienta en verdad distinguido. Si es tan desatinada en su vestir ¿cómo no ha de serlo en el juzgar? Su amor sin singularidad vestimental parece un amor a granel, suscitado por la necesidad o por el hambre. Amor de necesidad y no de distinción. Ante él somos menos una golosina que un rancho. Un menú par llenar el apetito que un festín. De eso se deduce una decepción hacia el objeto amado y, de paso, hacia sí. Uno y otro se ven envueltos en la mediocridad del mal gusto o, lo que es peor, en la pestilente indiferencia del no gusto. El fin de la ilusión, el principio del hedor.