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El frigorífico (2): la vida congelada

Por 30 de noviembre de 2010 Sin comentarios

Vicente Verdú

Tener un frigorífico no es ya signo alguno de estatus. El estatus se manifiesta a través de los diferentes modelos de este electrodoméstico pero el frigorífico, como el coche, no posen ya poder simbólico de por sí dentro de la clase más amplia. Todos ellos sólo simbolizan en términos relativos dentro del sistema general de los aparatos  semejantes.

De este modo hay frigoríficos pobres y ricos, de mejor o peor calidad y de buen o mal diseño pero todos pueden ser contemplados como depositarios de una misma función esencial que divide el tiempo en dos gracias a su inducción del bajo cero.  De este modo, prácticamente  cualquier hogar se haya provisto de este ingenio que prolonga, gracias al helor,  la perennidad de los alimentos y que incluso, en su extremo, introduce una escalofriante fórmula de eternidad en la cocina.

Frutas y verduras, carnes y pescados, transitan por el espacio culinario cumpliendo el circuito tradicional alimentario: adquisición,  tratamiento y consumición de las comidas. Sin embargo, otra división más compuesta por  productos que se adquieren no para ser ingeridos de inmediato sino para ser sometidos a un enfriamiento extremo, añaden al hecho vital de comer un carácter adicional de relación con la muerte. No la muerte hedionda sino  una suerte de muerte incorrupta  de la que sólo volverán a la tibieza de la realidad  mediante un nuevo y delicado procedimiento biológco. El cuerpo del alimento abandona, en fin, durante un intervalo su condición de vivo para asumir una muerte teóricamente eterna y como consecuencia artificial deliberadamente marcada en la fecha de caducidad o en las mentes del amo.

El amo o el ama de casa son pues también dueños del doble destino que se le atribuye actualmente al,  llamado, vívere. Un doble destino consistente en decidir que la vivacidad del vívere se desarrolle desde su recolección a su  maduración y de su maduración a su descomposición de una manera espontánea o que la cadena se interrumpa mediante una barrera de hielo que paraliza la carrera existencial de las cosas. Que cambia, en fin, lo natural por lo sobre-natural, lo cálido por lo congelado, el infierno en llamas por el desierto helado, el color por la lividez, la ternura de la carne por la piedra. Transustanciación del producto en su cadáver yerto, no libre sino controlado, no elocuente sino enmudecido, no sexual sino emasculado.  El congelador realiza esta función múltiple y extraordinaria transformando,  mediante el frío artificial, el ser natural en artificio.

No importa si sus caracteres organolépticos se recobran más o menos al  descongelarlos, lo decisivo es que pierde prácticamente todas sus cualidades bajo aplastadas por el poder del frío,  tal como si hubiera efectivamente muerto en todos sus aspectos peculiares.

El congelador de la nevera procura esta muerte, tan terrible, para  alargar paradójicamente la vida. O, lo que sería lo mismo, detiene el tiempo que se acercaría a esos cuerpos y los protege de su contacto.  Serán, al cabo, provisiones que nos darán sustento pero son también  provisiones que per-viven en virtud de haber sido desprovistas. El terror implícito en este quehacer extirpatorio ha venido superándose humanamente con la colaboración de una sociedad que ha debido experimentar simultáneamente las operaciones de injerto de órganos y prótesis, la omnipresencia de la cirugía estética contra las marcas de la edad, la creación de productos transgénicos en los cultivos vegetales y en las granjas.

La manipulación de los alimentos forma parte, en consecuencia, de una  manipulación general en todos los campos, se trate de la información o de la alimentación, del cuerpo o del carácter. Se trate en definitiva de la realidad o su doble en el orden de las apariencias.

Una operación como el congelado aterraría a la sociedad de hace  cien años y todavía hasta cincuenta  el congelado se veía como la creación de inquietantes cadáveres.

La naturalidad con que ya actualmente se congela todo y en cualquier hogar se corresponde con la aceptación general de que la vida puede y debe ser controlada, y en su asíntota tratar de hacerla interminable, sea mediante la cosmética anti-edad o a través de los cuidados médicos para la vejez sin nombre donde parece alargarse sin término la prolongada esperanza de vida. (CONTINUARÁ)

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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