Vicente Verdú
El frigorífico es una invención de finales del siglo XIX, años en los que se desarrolló una importante industria en torno al frío. Frío pata crear barras de hielo destinadas directamente al consumo y frío generado en barcos frigoríficos que transportaban carne y productos lácteos de Nueva Zelanda, de Australia y Argentina a lo ancho del mundo.
Esta segunda aplicación industrial tardó en verse representada dentro del hogar pero la neta fabricación de hielo que se repartía en bicicleta, envuelto en arpilleras durante los veranos vino a ser una referencia estival superlativa. No sólo se celebraba la regularidad del paralepípedo casi transparente sino sus desconocidas propiedades, sus expresiones muy pesadas y resbaladizas, su magia de cristal derivado del agua y su inédito sabor que aunque debiera ser insípido adquiría un carácter peculiar debido a su composición bajo cero.
Con trozos de hielo se hacían los polos de diferentes colores y gustos pero, aún desnudo, el hielo poseía prestigio y personalidad inmanentes puesto que su íntima potencia le permitía mantener al agua unida, esforzadamente sólida, apegada a sí y con tal poder de apelmazamiento que lo igualaba a la identidad, igualmente misteriosa, de los imanes. El hielo en barra era como un imán que mantenía fuertemente unida la desleída propensión del agua y era, contradictoriamente, un imán lábil también, tan delicado que apenas recibía un fogonazo de calor iba demedrándose hasta presentar una imagen depresiva de sumisión o de triste evanescencia.
Todo hielo que goteaba daba cuenta de este proceso que habiendo empezado no había alcanzado todavía el punto de su muerte líquida, una suerte de muerte del imponente drácula por la sola legada de la luz solar. El calor pues a la vista la flaqueza estructural del hielo pero sin él, la barra de hielo fabricado brindaba un espectáculo excepcional que, en efecto, gracias a la asombrosa tecnología de finales del XIX, se unía a la batería de prodigios que estaban cambiando, material y moralmente, a la sociedad occidental.
La nevera que tantas satisfacciones proporcionaba en los primeros veranos del siglo XX operaba sólo en cuanto armario del hielo. Toda la producción de hielo en casa que desarrolló después el frigorífico fue una transposición, a pequeña escala, de los artefactos navales que transportaban carne y quesos en sus desplazamientos oceánicos.
La nevera llegó a casa como una miniatura del vientre de esos buques o, más concretamente, como un órgano que fuera injertado por el progreso en la interioridad de esos buques para aumentar el beneficio de las navieras.
La nevera fue, en efecto, un símbolo de tener dinero, un primer electrodoméstico de inequívoco valor estatuario nacido de la naviera. Abrir la nevera y recibir su vaharada de frescor daba la sensación de haber incorporado a nuestro servicio doméstico un animal mecánico que con su aliento nos refrescaba a voluntad y en su almario acogía las diferentes provisiones de alimentación para protegerlas con su eficiente barniz de frío.
El calor, el fuego, fue desde el origen la fuente primordial de vida. ¿Cómo podría ser el frío, su contrario, el símbolo de lo yerto, una razón también de vida?
(Continuará)