Vicente Verdú
Sólo me pongo a pintar cuando me encuentro más o menos sano y de buen humor. También a propósito de haber recobrado la confianza en mi mismo, unido a un punto de libertad particular, exclusiva de su relación con la pintura. Y no hablo ya de la producción de un cuadro o de su proceso divertido sino sencillamente de la pintura, selecta o a granel. Los botes y tubos de pintura, el color de sus líquidos, su densidad, su paciente propensión a cubrir con su manto la apariencia de las cosas, le concede un poder que pocos otros fenómenos existenciales igualan. Es, sin duda, esta pasión exagerada por el tinte, una pasión infantil. Tan infantil que me es imposible elaborar una razón suficiente que explique el fenómeno con pertinencia. La pintura en sí, lodos los establecimientos de pintura, los pigmentos, los médiums, los aceites, los disolventes. componen un universo en el que algunos nos sentimos tan dichosos como si hubiéramos resucitad entre los muertos. Puede que no sea suficiente esta emoción para mejorar todo lo adverso de la existencia pero me atrevería a decir que mejora una buena ración del ordinario estado de ánimo. No hay memoria ni herencia genética que justifique este gozo en mí. Si acaso mi patológica alienación estética, siempre representada en la base sagrada del color. Lo hermoso o lo feo se alzan o se desdicen, se baten y forman espectáculo, gracias a la demiurgia o la acrobacia del color. El color es la molécula insigne. Cualquier color. Y pienso que, esto es quizá así, porque en realidad no se está tan enamorado de una pintura sin el lenguaje supremo del color. No apasiona tanto lo que la composición del cuadro llegar a ser sin la potencia que el color suscita. ¿Y qué suscita? Sería inútil hallar una explicación cabal a su reino. El color pertenece a las esencias y las esencias por su carácter imperioso son irreductibles a la razón, inexplotables como fenómenos en su aparición y su posible progreso. El color es el color. El color se dice a sí mismo puesto que se tarta de una totalidad que ni precede a nada ni se dirige a finalidad concreta. Todo color es una existencia cerrada. Una clausura sin acceso.
Todo color hace y deshace, promueve o paraliza. La consecuencia es la misma. El color es una energía sin destino previo. Un atributo sin necesidad de calificación. Vivimos entre colores despiertos y nos acompañan como seres dormidos. Su influjo y su presencia deciden nuestro mundo interior y exterior. ¿También interior? Precisamente interior porque advenimos al color desde un fondo químico y primario. Somos sin condiciones color, ese compuesto que vemos y olemos en los botes y al verterlo repartimos identidades identidades. No hay vida sin color, no hay color que no viva y decida el mundo de la emoción, de la dicha y la tristeza, del baile y el entierro, del silencio y la exclamación.