Vicente Verdú
Para nosotros, los que pintamos; para nosotros, los que escribimos, para nosotros los que jugábamos al fútbol; para todos los que vivimos sucede de una manera patente, incuestionable, reiterada, rotunda que unas veces las cosas nos salen bien y otras nos salen mal.
Aún el más alto de los capitanes e despeña, incluso el mejor nuestros pintores admirados se equivoca, incluso el más inteligente y bondadoso que arte el bien y la dicha a los demás, incurre en el mal, en el `
pecado voluntario o no, en el ridículo o en la insensatez.
Esta ecuación universal dentro de la cual se halla la totalidad de los seres humanos brinda una clave relajación tan eficiente que bastaría tenerla en cuenta para que todos los resultados pertenecieran a una misma empresa, una misma novela, una misma vocación disminuyeran su responsabilidad y su tensión, a veces torturadora.
Los Museos venden algunas obras de los artistas que posee durante siglos o decenios no porque quieran hacer dinero -o no necesariamente con esa operación. sino porque convienen que esos cuadros que llevan expuestos no se sabe cuánto tiempo y ante los cuales han desfilado arrobados no se sabe cuántos cientos de miles de visitantes, son cuadros malos, regulares o fallidos. Cuadros vulgares, maltrechos o desangelados o fracasados firmados por el mismo artista pero que como prueba de que no valen lo que deberían valer desean cambiarlos por otros muy superiores o más dignos, al menos.
Entonces, los del Museo proponen al dueño de la obra mejor del mismo artista, cambiársela por la que es peor y compensarlo con una suma dineraria que trate de equilibrar el canje. No pocos aceptan. La mayoría de las veces aceptan gustosamente porque nunca les molestó poseer una obra que sólo un experto señala, más o menos secretamente, como de menor valor. En definitiva, si el dueño del lienzo tiene un Goya, tiene un Goya y se da ampliamente por sentado que tener un Goya es como tener un Goya igual a otro Goya y más todavía si proporciones de las dos pinturas son aproximadamente iguales.
Lo que ocurre, verdaderamente, es que Goya pintó buenos y malos cuadros, como el compositor escribió buenas y malas partituras, el mismo poeta redactó buenos y malos versos. En la naturaleza del mundo, en la calidad de una inteligencia o un corazón humano, hay buenos y malos resultados, victorias y derrotas en el quehacer.
Yen definitiva, ¿cómo no admitir -aun sigilosamente- que se posee un Goya y es un mamarracho? ¿Cómo no ver que Messi ha fallado un gol cantado? ¿Cómo no darse cuenta que un premio Nobel ha llegado a escribir esa desastrosa pieza en la misma continuidad de su creación?
El bien nos hace grandes pero el bien, a menudo, introduce un elemento de humildad, una dosis de error u óxido que como el hierro a los diabéticos nos sube el tono esencial de la sangre y nos empuja hacia la conciliación con nuestras obras gracias, desde luego, a que todas ellas, al montón, serán buenas y también malas en un azar propio del descarrío, la impotencia o la ontología de la imperfección.