Vicente Verdú
Guardé plasmada en la mejilla la presión de su cara o, mejor, guardé en mi piel la densidad de su mejilla como si su beso fuera un cuenco dócil y dulce. Este recuerdo táctil permaneció nítido durante todo el día y aunque no me concentrara en él estaba difundiendo vivacidad por mi interior. Pensé en un momento que la presión de su rostro sobre el mío o del mío sobre el suyo había desencadenado una suerte de psicofármaco que perduraba como fuente de placer. Al cabo era más convincente esta explicación de orden inmediato que la tradicional por la que atribuiría a mi pensamiento las secreciones de mi alegría. En realidad, sin necesidad de rememorar obtenía placer, un placer sin nombre concreto que, al identificarlo, se denominaba.
Y siendo así, tratándose de un fenómeno fisiológico independiente de la meditación, ¿podría suponer que estaba registrándose también en ella? Cuesta mucho aceptar cuando nos enamoramos de una persona que esa persona no responda con un parecido sentimiento. La desesperación de la no correspondencia procede menos del orgullo como de la incomprensión de la asimetría. Porque ¿cómo aceptar que ese ser que tanto nos conturba sea indiferente al contagio de nuestra conturbación? Puesto a responder con franqueza yo habría declarado que mi chica favorita también se hallaría afectada por ese beso pero la realidad es del todo inaccesible. ¿Cuál es la realidad, además, en el sentir de esa mujer que nos importa? ¿Qué otros circuitos deciden la concreción de sus deseos? Y, en este caso, ¿cómo concretar su posible emoción hacia mí si ella era una joven y yo un señor?