Vicente Verdú
Cerca de una quinta parte de los neoyorkinos llegan al matrimonio tras haber establecido su primer contacto en el ascensor.
¿Extraño? El ascensor es muy extraño. Una insólita cámara opresiva que induce coercitivamente al desdén o al contacto. Los segundos que se comparten en el ascensor y cuerpo a cuerpo con un ser extraño llevan hasta el borde del desasosiego, del temor o del rechazo. Quizás no haya otro modo para atenuar esta situación casi insufrible que apretar los dientes, anteponiendo nuestra férrea intimidad al ataque silencioso de la otra intimidad armada o traspasar heroicamente el cerco desgranando alguna insulsa consideración o, en general, un consabido comentario climatológico que, de todos modos, suena en el estrecho recinto como una voz tan falsa como asible, humana y acaso salvadora en todo caso.
¿Salvadora de qué? De la extrema saturación de humanidad que despide el doble humano, la alta densidad atmosférica que su espesa ajenidad emana y que físicamente, piso a piso, va ahogándonos. El silencio mutuo a lo largo de cuatro o cinco pisos puede llegar a soportarse sin que el malestar nos dañe demasiado pero en los rascacielos puede resultar tan aplastante que incluso un quejido, por insignificante que sea, puede mover a amarlo. De ahí al placer de cruzar unas palabras y la atracción potenciada por la satisfacción de haber convertido al posible enemigo en amante.
En la mayoría de los finales, respetado el silencio de hierro, el otro se apea como un ser inocente pero en tanto se halla allí él y yo, recíprocamente somos protagonistas de un ámbito de locura, entre la pasión y el asesinato. El teléfono, el cuarto de baño, la sangre, el lápiz de labios, las estaciones y el mar son, por su dual naturaleza, seductores y criminales, mataderos y hogares.
En principio, todo podría parecer intrascendente mediando el ascensor puesto que se trata de un vehículo sin glamour alguno, funcional y efímero. Su efecto, no obstante, se acentúa en cuanto cápsula de una soledad perfecta -casi narcisista- cuando no hay nadie más y se dobla en el colmo de la máxima muchedumbre cuando un desconocido comparte esa miniatura vivencial conmigo.
Yo y él, tan desconocidos como aproximados, en un habitáculo impropio de nuestra respectiva condición, encerrados en un módulo metálico donde se oye la respiración, la tos insoslayable, su mirada inevitablemente torva o armada. Hablar, decir algo desde el cuerpo extraño, es entonces el único recurso para salir de sí y sacar al otro de su temible anonimato. Oír su voz y su lenguaje, oírnos a nosotros mismos, para dilatar mediante esa señal el estricto mundo que nos atenaza y constatar así que su intención o la nuestra no será herirnos sino, tan solo, soportarnos.
La gran urbanización y el notable ahorro en los servicios municipales nunca se habría alcanzado sin la colaboración de los ascensores que efectivamente fueron, en sus primeros años, una insignia de modernidad y de progreso. Entonces, allí donde se instalaron como aparatos suntuarios, fueron adornados y concebidos como saloncitos o antesalas del piso de lujo, anticipos del estatus que se hallaría en la vivienda a donde nos dirigíamos.
Ahora, un siglo y pico después, los ascensores no se engalanan demasiado si no es dentro de los hoteles de lujo. En las viviendas actúan bajo el modelo del montacargas, dispositivos para subir y bajar bultos. Bultos humanos en este caso, pesos de carne humana que tiemblan secretamente en la confusión de ser el objeto de un silencio culpabilizador, una molesta entidad para el otro, un animal sin sentidos al borde de la asfixia o de la nada.