Vicente Verdú
Me escribe un artista de México preguntándome sobre las dificultades de presentarse, en mi caso, o con un oficio de escritor y otro de pintor. ¿Lo tolera la capacidad cultural de nuestro entorno hispánico?
Debo contestarle algo concreto pero también con sentido de la realidad. O eso es lo que me impongo como deber de corresponsal. No conozco al artista que me escribe con esta interrogación ni sé si vive las mismas circunstancias que las mías. Es decir, tocar, por ejemplo, la flauta extraordinariamente y ser a la vez aceptado como orfebre. Escribir y pintar.
En España, le digo, sólo conozco de cerca el caso de Navarro Baldeweg que disfruta del privilegio de ser aceptado en dos campos artísticos, la pintura y la arquitectura. Y bendito sea Dios. Porque, francamente ¿se trata de pulsiones creativamente diferentes?
La emisión del artista es una sola fuente de emisión. ¿Por qué habría de sentirse esas luces encarceladas en una sola práctica disciplinar? Sinceramente, me dan lástima, mucha lástima, los escritores que sólo hablan de libros y de cuya parcela es imposible sacarlos para hablar o mirar. Compadezco a los tristes o pobres letraheridos como si fueran enfermos de anorexia o adictos al mezcal. Un artista no es sólo una fórmula unívoca, literaria o musical por la que se define. Un artista genuino ve el mundo desde su condición como es cualquiera condicionado por sus atributos genéticos, sociales o de amor.
Ni buenos, ni malos, ni superiores, ni inferiores. Un artista es alguien que posee una personalidad como otra cualquiera y no necesariamente enfermiza ni ungida. Los artistas son un rebaño entre los muchos que habitan este mundo animal. En la manada, unos son más prácticos, otros intuitivos, unos atrevidos, los otros ensimismados, altos y bajos. En el artista caben todas estas atribuciones pero, como en otras dedicaciones investigadoras o científicas, les empuja ineludiblemente la necesidad de crear. ¿De crear mundos? ¿De hacer milagros? Claro que no. Crear no conlleva ninguna distinción divina por mucho que se empeñen los novelistas de guardarropía. El artista desea hacer algo nuevo e íntimo puesto que, al fin y al cabo, no hay nada más innovador y complaciente, a un tiempo, que ser yo. Yo como vehículo, yo como chamán, o yo como Steve Jobs.
Un artista disfruta realizando sus cuadros o sus partituras con la vehemente ilusión de procurar y procurarse, a la vez, algo nuevo y placentero para sí y para los otros, lo mismo que el químico, el médico o el diseñador.
No hay majestad alguna en ese intento. No hay gloria peculiar en el artista. Los artistas componen sólo una clase de gentes que hace esto con mucho gusto como otros se complacen en criar y ordeñar las vacas y los psicolíticos en la promiscuidad.
¿Un ser superior? Zarandajas. Andrajos de hace más de un siglo. Un artista es alguien que posee un ojo especial, como el médico el ojo clínico o el confesor el ojo fijo de la fe. Nada le hace, por ello, situarse por encima o por debajo de los demás ojeadores. Es sólo especie humana en un montón. Un tipo más de los que forman la Humanidad y esto, gracias Dios evidentemente, le confiere, como a los otros, una personalidad peculiar para ver, deducir y expresar. Aunque, claro está, con vocación eminente, ardiente pasión o lo que se quiera. Con vocación, digo, porque a diferencia de otras ocupaciones (incluso la de falsos artistas) no es concebible un artista genuino sin la cruz y el cáliz de la vocación. ¿Qué quiere decir esto? Que se siente apasionado por la clase de trabajo que realiza y, además, son inigualablemente felices en consonancia con su aptitud personal.
Hay mucha gente que amaría ser escritores pero, desgraciadamente, jamás lo serán. El deseo no basta para ser ni gozar esta dedicación particular. Para completar este dorado anhelo no basta desearlo sino entenderlo al natural. Ni siquiera es suficiente la mejor actitud como se dice de los jugadores de tenis que vencen en los momentos críticos.
El artista posee algo, no siempre feliz ni tampoco demasiado lúcido, que le impulsa a proyectar su ser en efectos compartidos y comunicados con el destino de los demás. Y esto vale tanto para quien escribe como par quien compone como para quien pinta como para quien canta innovadoramente.
El artista, en suma, es una fuente que unas veces se expresa en un dialecto y también en alguno diferente. Lo decisivo es el impulso primordial y sus neurosis. Su procede, casi siempre, del mismo brote casi psicótico aunque a la gente le parezca que habla varios idiomas en su aparente dispersión. Pero no se hablan diferentes idiomas desde el carácter del artista que practica más de una dedicación disciplinar. Siempre se habla de lo mismo, de tú y del ello, del tú y los otros, del tú y los colores alrededor.
En definitiva, sin disciplinas categóricas, siempre del tú. ¿Narcisismo? Pues claro que sí. ¿Ominoso narcisismo? Pues claro que no. El narcisista no se complace con la facilidad de otro personaje altruista sino, precisamente con incomparable, dificultad. Justamente, esta dificultad de constituye el nudo medular de su creación. Ser reconocido, ser amado, ser recibido apropiadamente es un deseo que cuando no se realiza (que nunca se realiza) proporciona la muerte o un martirio vital. ¿Envidiable ese pintor, ese escritor, ese músico? El público no entiende el orificio interior del que proceden las obras de arte.
El público, como es su oficio, se sienta en las butacas y examina la oferta de la galería, de la librería, del teatro como masivos materiales a juzgar. Sin crítica efectiva no hay arte presente o futuro pero, también, sin arte no hay crítica y por ello sin otra capacidad importante de experimentar.
¿Qué puede esperarse pues de un estudio o de un taller? ¿Qué provea de sillas o muebles de comedor admirables? Porque todo es lo mismo. El artista se necesita (y necesita a los demás) en cualquier producto que constituya su expresión. O, más precisamente, que le conceda el elemento decisivo para poder respirar (o "aspirar", que lo mismo viene a ser)