Vicente Verdú
Decir de alguien que tenía dos caras suponía tacharlo de falsedad. Hoy, por fin, todos tenemos al menos dos caras, dentro y fuera de la red, y con frecuencia advertimos que necesitaríamos algunas más. Como nadie se resigna actualmente a tener sólo una vida, una pareja, una vivienda o un reloj, nadie elige como el mejor destino el destino unívoco y polarizado.
Cada vez un mayor número de seres normales son usuarios regulares de las dos caras. Seres normales, seres aparentemente de una cara para todos y compuestos realmente por dos: una orientada hacia la cara de los demás y otra orientada hacia la pantalla, una preparada para las convenciones y los rasgos censados y otra desconocida, donde se inventan los gestos y los perfiles. Una cara para sobrevivir y otra para jugar, una cara para hacer frente a los demás y otra múltiple, sin dibujar, para sortear los demás y sortearse acaso a sí mismo en un malabarismo que cada vez ocupa un puesto más principal en sus existencias. El lugar que antes faltaba clamorosamente para completar la representación de la personalidad. Es decir, el lugar de la ilusión, la invención o la creación que permanecía sofocada.