Vicente Verdú
Los dolores de cabeza que se padecen al despertar son los peores. Los más obstinados y resistentes a cualquier tipo de medicación. Proceden de algún punto nocturno donde brotaron sigilosamente y se establecieron sin amenaza. Luego acamparon y hasta cierto punto asumieron, gradualmente, que ese espacio oscuro era suyo y no se hallaba expuesto a ningún saqueo del exterior. El sujeto sobre el que se depositaron cautelosamente dormía y se dejaba, por tanto hacer, de manera parecida a los muertos o los animales malheridos ante los carroñeros.
El dolor de cabeza anida en esa testa pasiva de manera similar a la fijación de los carnívoros recreándose sobre la pieza en la sabana y de acuerdo a la documentación que nos proporciona diariamente en las sobremesas los reportajes de la televisión. En esa tarea de fijar sus dentaduras sobre los tegumentos podrían emplear un tiempo largo o inhumano, exageradamente detallado en la degustación de las carnes, los jugos y los tendones, en la tenaz profundización de sus fauces dentro de la cavidad estomacal, tan embelesados en el sabor fresco de su presa sangrienta como largamente enviciados en una circunstancia festiva que esperaban ansiosamente en la vaciedad de su ayuno. En esos casos exasperados la pieza, que ha dejado pronto de presentar resistencia y se presenta como moribunda o ya muerta, se deja comer sin traba alguna, deja hacer y permite que el destrozo se incremente hasta transformar su cuerpo en una composición donde el dolor no es un agregado exterior sino parte de su morfología. Del mismo modo, el dolor de cabeza matutino no se muestra como un acceso artificial que nos perturba y podrá espantarse con analgésicos y sedantes caseros, sino que se declara hincado en el cráneo con tal autoridad que acaso su naturaleza está iniciando una adherencia definitiva a nuestro mismo organismo y si continuara durante un tiempo prolongado sería indistinguible para siempre de nosotros mismos. ¿Cómo, en ese caso, llegar a separar la carne de su dolencia, la dolencia de su existencia? No cabe por tanto, sino aceptar, en mañanas como ésta, que el dolor de cabeza nos ha ganado el reino y que el sueño siempre tan vulnerable ha sufrido la mala suerte de que el dolor, como un díptero una garrapata del entorno, haya creado su hogar natural en nosotros y sólo su incontrolable voluntad será capaz de moverlo a otra parte. ¿Cuándo? Generalmente nunca durante las 24 o 48 horas siguientes. La recogida de sus enseres y su traslación requiere al menos de una o dos noches, en cuyo ciego interior el dolor pone en marcha su carromato que tan lenta como inexorablemente se dirige a residir en otro cráneo. O, simplemente, deambula por el ámbito celestial y desde donde planea sobre un sinfín de cuerpos soñadores e incautos.