Vicente Verdú
Un amigo me dice que ha comprado un millón de dólares falsos por 1.000 euros. ¿Una majadería? De una parte parece la operación propia de un tonto o un loco pero si se piensa un poco más allá es incuestionable la feliz poesía del desatino. Una simple inepcia nunca podrá llevar a un efecto tan brillante y complejo.
Ciertamente el millón de dólares falsos no vale pecuniariamente nada. ¿Pero puede decirse que sean sólo papel? ¿Puede asegurarse incluso que sólo sean papeles impresos? A los dólares falsos no les pertenece el único y reductor significado de meras papeletas. Los dólares falsos son mucho menos que los dólares auténticos pero nunca igual a nada. Valen indudablemente algo. Y algo más que su tasación material. ¿Valen mil euros? Esta sería otra cuestión pero ¿cómo no aceptar que la conversión exacta y áurea es de un millón del paquete de dólares falsos (10.000 billetes de 100) por mil de euros auténticos?
Ciertamente no existe otro precio posible. Ni conveniente de acuerdo a las leyes inscritas en el inconsciente. Cualquier rebaja de los mil euros o cualquier aumento de esa cifra desharía la deslumbradora magia de la operación. En las cristalizaciones poéticas no se puede intervenir sin extremo cuidado y precisión. Un millón de dólares falsos hace de su pila un objeto encantador. Encantador en el sentido literal: suscita encantamiento.
Las películas de ganster o de cuatreros, las historias periodísticas, las novelas policíacas y de buscadores de tesoros, la cultura pop norteamericana en general, se halla encerrada en 1 millón de dólares. Y tanto o más en 1 millón de dólares falsos que verdaderos. La atracción de lo verdadero nunca podrá igualar al encanto de lo falso. Lo falso hace volar la imaginación, produce imaginación. ¿Cómo no reconocer, por tanto, valor a esa resma productiva? ¿Cómo podría sostenerse que un millón de dólares falsos no debe valer nada? Su valor, como poco, sería invariablemente, firmemente, un exacto millar de euros.