Vicente Verdú
No sólo el amor parece insustituible para sentirse feliz; sin alguna forma de buen amor caeríamos muertos.
De esta manera tan sencilla se explica la clave de la condición humana puesto que no hay humanidad sin textura amorosa, no hay red social sin enlace humano, no hay efectividad sin afectividad.
De una u otra manera, incluso las empresas, los asesinos, los financieros se aman, se requieren se asocian o se coaligan para sobrevivir como tales o como algo más. Todo comercio, a su vez, reproduce en su nódulo de contraprestación el modelo mismo del intercambio amoroso que es la base crucial de la pareja, el sentido del acoplamiento y la magia de la copulación.
Cualquier doctrina que haya creído ver en el amor una donación sin más no ha entendido nada del básico bien de la coyunda, representada desde el encastramiento de los seres humanos al engranaje de las máquinas, desde el motor de la vida hasta el motor de explosión, sus émbolos y sus cilindros, el tú y yo de la dialéctica que relaciona.
Empezando por el don de Dios la contraprestación es ineludible. Si la divinidad se sostiene es gracias a la creencia de los fieles o, más exactamente, si existe, debe atribuirse a que los seres humanos producen con su necesidad ese suculento alimento de la providencia que todo lo puede dar. Creer y amar se cruzan en una misma insignia. No es Dios el creador de los hombres sino que Dios resulta de la fantasía que nace de su anhelo o su ansiedad.
Pero, a la inversa, una vez Dios en escena, también se hace verdad que los seres humanos se ven apegados a él tal como si faltos de sustancia no lograran sobrevivir. Dios, es así, en cuanto panal o dulce coagulación del amor humano, como un polo de energía que atiende la soledad suavemente, que atenúa la desesperanza o la borra, que neutraliza la confusión y promueve, mediante la fe, el milagro de la autoestima.
Porque siendo la pérdida de la autoestima una enfermedad prácticamente mortal que únicamente se cura soplando desde afuera al corazón un espíritu en que se confía y de quien se deduce la autoconfianza posterior. Del corazón conectado con otros corazones amados se genera un seguro contra el descrédito personal y contra el despeñamiento del yo que llegaría a ser ciego, caería en el abismo sin el soporte de alguna convicción sólo posible por aseveración de otro.
Todo yo, cualquier yo, sólo existe de pie en relación con otro. Todo yo crea automáticamente un mundo a través de su presencia pero el mundo, a la vez, se encarga de hacer el yo. No hay un mundo sin yo ni un yo sin mundo. Esta es la primera evidencia y la primera soledad. La amorosa compañía de otro, sin embargo, crea un punto de mira, una mirada que afirma mutuamente y produce el mundo como un ámbito, el mundo habitable que nace con la pareja del yo.