Vicente Verdú
Los colores y las religiones han mantenido una estrecha relación de quita y pon. De un lado la Contrarreforma eligió el barroco y el abigarramiento cromático para manifestar la fastuosidad de su imperio en tiempos de crisis y decadencias. Paralelamente el protestantismo, austero y llano, impuso el prestigio del vestido negro sobre la burguesía emergente. De esta insignia negra, contraria al supuesto descontrol de lo vistoso, derivaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX los objetos negros, las máquinas de escribir, los teléfonos, las cámaras fotográficas, los automóviles negros. Desde 1860 la química industrial de los colorantes permitía fabricar objetos de casi cualquier tono pero hasta después de la Segunda Guerra Mundial los norteamericanos, tan religiosos, y todos los demás habitantes con medios de compra, no disfrutaron de los coches bicolores y tricolores o de electrodomésticos y herramientas que no fueran blancos o negros.
El color fue para los Santos Padres, o buena parte de ellos, "materia" que se sumaba a la luz. La luz, símbolo de la pureza se contaminaba con los verdes, los amarillos o los azules, colores que a diferencia del rojo tardaron en incorporarse a la liturgia. El culto católico a la Virgen abrió las puertas al azul celestial pero en la liturgia, las casullas, no asumieron el azul mientras emplearon durante siglos el morado (tenido por una variación del negro), el verde o el rojo.
Newton demostró en el siglo XVII que todos los colores formaban parte de la luz pero la estimación popular y religiosa de la verdad del color permaneció ajena a las consideraciones de la ciencia. Incluso el verde que parece ahora tan obvio resultado de azul más amarillo se mantuvo como un color originario, nacido a partir de los pigmentos naturales que usaban en el medievo lo tintoreros.
Los metales, las maderas, las flores, los tejidos, los animales y los colores, desfilan por el libro de Michel Pastoureau en una hilvanada historia simbólica de la Edad Media, sus consecuencias y sus peripecias (Una historia simbólica de la Edad Media occidental. Edit. Katz). No se trata desde luego de un gran libro. Libro de conversación estival a la luz del sol o de la luna, bajo la pigmentación de la melanina.