Vicente Verdú
No he podido saber, en toda mi vida, qué significa un hombre para una mujer y, en consecuencia, seguramente me iré de este mundo sin averiguar cómo ama una mujer a un hombre. ¿Debería haberlo aprendido ya? ¿Habría disfrutado más gracias a este importante conocimiento? Pero ¿me habría sido posible llegar a él?
Lo decisivo, me parece, es que cuando un hombre ama a una mujer no ve, a menudo, más allá. En ese amor va incluido el gran amor a sí mismo y ¿cómo disponen de un espacio adicional para dar cabida al otro y disponer, encima, del tiempo oportuno y la instrumentación suficiente para abordar su realidad? Más que gozar en el examen del amor, el amor se precia de amar sin lupa, querer sin condiciones ni análisis, pensaba yo.
Pero un amigo me disuade de este planteamiento tan cursi y asegura que las mujeres calculan y no ya intencionadamente sino instintivamente y hasta fríamente. De ese modo se haría verosímil que las mujeres conozcan el modo de querer de los hombres y ponderen apropiadamente el significado que tienen para el varón. Mi ignorancia de todo esto no demuestra, en fin, nada más que la otra parte asimétrica o tuerta de la relación.
El machihembrado, según la tesis de mi amigo, doctor en ciencias naturales, dista de ser un ajuste igualitario. No lo es en su longitud y, sobre todo, en su forma. Ni el engranaje más perfecto se establece gracias al ensamblaje de un ‘sí’ y un ‘no’ iguales. Unos ‘síes’ se alargan y otros se acortan, como ocurre, a su vez, con los ‘noes’ que se aproximan o entrecruzan. La rueda amorosa funciona pero en su interior unos ojos se introducen mejor en las cuencas del otro y el otro, por su parte, puede quedar casi cegado en la maniobra de contemplación. En la misma distancia, una vista ve más y mejor. Una vista actúa y revela. Otra se afana y se vela.