Vicente Verdú
Unos amigos poseen una nativa o perfeccionada capacidad de pedir. Otros son más cautelosos. Finalmente, otros, los terceros, nunca nos solicitan nada. De las tres clases nos surtimos unos y otros y a ellas respondemos mediante los diferentes grados socorristas de nuestro yo.
Hay gentes a las que les gusta hacer favores. No son pocos, pero algunos se sienten especialmente felices cuando ayudan a quien lo requiere. Esta especie es particularmente olisqueada por los grandes peticionarios (a veces hasta pedradores) y se da el caso de que cuando suena el teléfono es alguno de ellos, de antemano se sabe que llaman invariablemente para pedir. Ni para dar una noticia, ni para ofrecer nada, por banal que sea. Sólo para pedir. Se hacen así muy característicos y pelmas. Se hacen temibles.
Pero, en el otro extremo, se encuentran quienes temen molestar pidiendo la menor ayuda y se arruinan en silencio y soledad sintiendo que los demás se hallan demasiado ocupados y de espaldas a al déficit que padecemos, aún circunstancialmente.
El caso de quien hace con gusto favores y teme demandarlos a los demás abunda más de lo que imaginamos y en ese vulgar montón me encuentro yo. Admiro tanto la facilidad con la que me reclaman y concedo, a menudo, tan felizmente apoyos que, simultáneamente, me pregunto por qué me es tan difícil recabarlos a mí. En esta tesitura padezco inevitablemente un desconcierto (y desencaje) social pero también personal. Si un grupo disfruta haciendo favores (porque tiene buen corazón, porque aumenta su autoestima, porque ve crecer su autoridad, etc) otro, en el extremo opuesto, se pudre en el vertedero de su extraña timidez. O de su orgullo. Porque no pedir puede ser una actitud equivalente a declarar implícitamente que nos bastamos a nosotros mismos. Ahora bien, no siendo realmente así de ningún modo, el padecimiento o el "quebranto" está garantizado. No pedimos para evitar ser rechazados, no pedimos para eludir la exhibición de nuestra necesidad. Y he aquí donde la aparente humildad se confunde con la superlativa soberbia.
Visto desde afuera, observada esta interacción desde una distancia discreta, ¿no concluiremos que todos necesitamos (llamando o en silencio) de todos y, en conjunto, el grupo humano no es sino la formación vivencial y natural de esa asistencia (en enchufes, préstamos, confidencias, afectos) que de no fluir acabaría cuarteando la convivencia y acentuando la triste sequedad del rincón.