Vicente Molina Foix
El lector no tiene porqué conocer al editor de los libros de su autor favorito. Tampoco es preciso que los cinéfilos sepan el nombre de los productores capaces de financiar las películas más amadas, ni los galeristas que lanzaron a Bacon o Basquiat o Miquel Barceló son señalados más allá del círculo cerrado de la trastienda del arte. El mismo día de la semana pasada en que supe la noticia de la muerte, a los 85 años, de Jaime Salinas, recibí un libro que celebra el Premio Nacional de las Letras Españolas concedido recientemente a otro gran editor (y ensayista) superviviente, Josep Maria Castellet, de quien, con tal motivo, Península reedita su antología ‘Nueve novísimos poetas españoles’ añadiendo las semblanzas de Castellet escritas en anterior ocasión por los propios ‘novísimos’, yo mismo incluido. Más joven que ellos es Jorge Herralde, quien, con sólo 75 años de edad, anunció hace un mes la venta gradual a Feltrinelli de su firma, Anagrama, de la que seguirá al frente cinco años más, hasta el retiro (provisionalmente) definitivo.
Guardo un recuerdo muy grato de mi primer editor, Carlos Barral, prematuramente fallecido en 1989, y espero seguir publicando mientras mi inspiración me asista y Anagrama me acoja en la excelente colección Narrativas Hispánicas donde han aparecido la mayoría de mis novelas. Hoy quiero, sin embargo, evocar aquí a Jaime Salinas, con quien sólo publiqué un libro en mi vida (en el sello Alfaguara que él relanzó y llevó a su cima más alta), pero representó para muchos escritores y lectores y colegas suyos de este país un modelo y un punto de referencia.
Jaime había regresado a España en 1955, después de un exilio en el que siguió a su padre, el poeta Pedro Salinas, y al resto de su familia, en circunstancias muy bien descritas en sus memorias ‘Travesías’, un apasionante libro lleno de verdad y lucidez, galardonado en el 2003 con el Premio Comillas y publicado por otra de las grandes editoriales de este país, Tusquets. Trabajó primero en Barcelona, dentro de Seix Barral, que dirigía su co-propietario, el citado Carlos Barral, y en la que tuvo de cómplices y amigos a gente de la talla de Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater. Instalado (ya para siempre) en Madrid, Jaime fue en 1966 el impulsor, junto a Javier Pradera, de la fundamental colección del libro de bolsillo de Alianza Editorial, antes de ponerse al frente en 1976 de Alfaguara, un sello languideciente entonces tras su fundación por los hermanos Camilo y Jorge Cela Trulock. En las elegantes y austeras colecciones de novela y clásicos que creó en Alfaguara, el editor no sólo atendía al rigor y la variedad (sobre todo en la elección de autores extranjeros), sino también a detalles tan importantes como el respeto a los traductores, a quienes por primera vez puso en la portada de sus libros, la calidad del papel y el cuidado de los textos de solapa.
En 1982, con más sentido del deber que vanidad, Salinas aceptó el ofrecimiento de Javier Solana y pasó a ser Director General del Libro del primer Ministerio de Cultura socialista, un puesto en el que pudo mostrar el espíritu culto y regeneracionista de la Institución Libre de Enseñanza y la República, que tan afines le eran, creando y dotando bibliotecas en un país deficitario en ellas. En 1985 volvió a la edición y en ella terminó su vida laboral, sin abandonar, hasta su muerte hace pocas semanas, la curiosidad literaria y el amor al libro bien hecho.