Vicente Molina Foix
Se estrenaba un nuevo filme de Almodóvar, con la habitual expectación, en este caso aumentada al saberse que trata del artista Francis Bacon. Delante del cine veo al propio pintor acompañado de su amigo español José Capelo; una limousine cargada de ‘celebrities’ está a punto de atropellar al pintor irlandés, salvado ‘in extremis’ por su acompañante. Como la película aún no empieza, les acompaño a visitar una catedral cercana, y yo describo con erudición algo pomposa los grandes medallones tallados en piedra de la portada principal, lo cual deja muy impresionado a Bacon. En agradecimiento, el pintor (a quien, en realidad, sólo vi una vez de lejos en el bar ‘Cock’ de Madrid, sin haber jamás cruzado palabra con él) me regala un libro sobre su vida y su obra, dedicado a "Vicente M. Molina"; el error me inquieta, y pienso en arrancar la página de la dedicatoria, aunque no lo hago. Bacon y su acompañante se pierden entonces abrazados entre la barahúnda de los invitados. En la taquilla no hay entradas a mi nombre, pero mi propio acompañante, el Doctor Javier Anido, se agencia unas hábilmente, entramos juntos al vestíbulo, nos perdemos, y a la sala paso yo solo; los asientos son buenos pero frustrantes, ya que permiten ver muy bien el escenario pero no a los demás asistentes. Y yo sé que entre estos están Guillermo Cabrera Infante, en plena salud, y su mujer Miriam Gómez. Levanto mi cuello todo lo que puedo, lo giro como el periscopio de un submarino entre las aguas de los ‘happy few’, sin divisar a Guillermo y a Miriam. Entonces empieza la proyección, que no es tal. Ni siquiera es cine. Se trata de un ballet contemporáneo en vivo, sin ninguna connotación ‘baconiana’. Me salgo y voy a visitar a papá en el hospital. Mi padre (el tercer muerto que resucita en este sueño), tiene la cabeza tapada por un periódico, pero se mueve debajo del papel. Me siento a su lado, junto a la cama llena de tubos y sondas, y veo el espectáculo de su respiración oculta. Me despierto.