Vicente Molina Foix
Cuando surgió Vox me desconcerté. ¿Conocían estos políticos ultramontanos, de apellidos entre lo lapidario y lo edificatorio (sin licencia), la existencia de la banda inglesa Ultravox, célebre a mitad de los 70 y que yo seguí un poco en su fase glam rock liderada por John Foxx? Tenía que ser una coincidencia o un traspié musical, ya que algunas letras de Ultravox habrían despertado en el VoxUltra el odio o la censura.
Pero la palabra ultra es latina, y tiene historia: el escudo de España la lleva escrita en una de las dos columnas laterales. Usada como lema imperial, plus ultra abrió cauces y ensanchó el mundo, con sus luces y sombras. Ahora se dice mucho non plus ultra, una expresión, según el diccionario panhispánico de la RAE, inspirada por lo que Hércules dejó grabado en el estrecho de Gibraltar para indicar que allí acababa antiguamente el mundo conocido, sin existir por tanto un más allá. Lo hay.
En las sesiones de la investidura se oyeron agrios noes y anatemas; voces de pánico revestido de fanfarronada, voces a las que les conviene quedarse en la leyenda de Hércules y no explorar tierra ignota. Esa tierra tendrá seguramente zonas rocosas y alguna charca traidora, pero puede traer verdad y no mentira, diversidad y justicia. De ahí tanta iracundia en las Cortes hasta el final. No eran improperios de Semana Santa: eran ultrajes.