Vicente Molina Foix
El jueves pasado presentamos Jorge Eduardo Benavides y yo, en la estupenda librería madrileña ‘La buena vida’, una obra plenamente recomendable, ‘La prisionera’, de Carlos Franz, editada por Alfaguara. Es un gran libro bipolar, porque, aun siendo breve (167 páginas) permite la opulencia de leerlo de dos maneras: como colección de relatos y como novela sincopada. El paisaje elegido (y ya conocido por los lectores de Franz) es una deslizante y arisca Pampa Hundida, ciudad o territorio abierto no muy lejos del desierto chileno de Atacama, y en esas tierras inmisericordes circulan unos personajes de poderosa visibilidad narrativa que se cruzan, se aman por encima del tiempo o se persiguen con saña, se recuerdan los unos a los otros o se desconocen, como pasa en los grandes espacios del sueño.
Leída de cabo a rabo, ‘La prisionera’ ofrece la amplia máquina conceptual de una narración de alto vuelo, trabajando Franz al mismo tiempo su construcción con la delicadeza de un orfebre. La ingeniería de la novela y la orfebrería del cuento.
Las ocho piezas recogidas tienen la capacidad de encanto y la buena escritura, rica en imágenes, propias del autor chileno. Y para el lector que prefiera catalogarlo como colección de relatos, menciono aquí mis favoritos: ‘El ojo de Dios’ y ‘Los últimos ritos’, que abren y cierran el libro formando un sugestivo bucle, ‘La prisionera’, una trepidante historia de amor más allá de la edad y del dinero, y esa especie de intermezzo esperpéntico, irresistiblemente cómico, titulado ‘Españoles perdidos en América’, donde se mezclan nuestra memoria histórica de la Guerra Civil y el plato principal de la cocina incaica. La mezcla se realiza, por cierto, en presencia de un ataúd, y no doy más detalles, a riesgo de caer en el ‘spoiler’.