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Mundo Shakespeare

Por 26 de abril de 2016 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Qué difícil es escribir bien de Shakespeare. Seguir haciéndolo, quiero decir. La angustia de las influencias precedentes, que llevan el nombre de Goethe, Coleridge, Stendhal, Hegel, Auden, Ted Hughes, Virginia Woolf, puede abrumar a cualquiera, aunque no a Harold Bloom, que hizo al Bardo inventor de lo humano sin achantarse él mismo; ¿cuántas páginas ‘shakesperianas’ le debemos al profesor norteamericano? Seguro que no menos de mil quinientas, y más que eso: la impostura genial, un caso extraordinario de ‘hubris’ contemporánea, de tomarse a sí mismo por Falstaff, no sólo en el físico, reprochándole al creador las inconsecuencias y trazos más gruesos de su criatura Sir John. Si se piensa bien, no es una mala manera de amar a los artistas: sentirse tan autorizado por la propia devoción, por la fidelidad obsesiva a un autor, como para -en un delirio que la literatura es muy capaz de abonar- creerse con derechos de mímesis, de entendimiento privado, de usufructo. Yo he conocido en mi vida a madames Bovary practicantes, a un Max Estrella que impartía doctrina epicúrea por Malasaña, a una seguidora catalana de la Marquesa de Merteuil, y a un par de alter egos del capitán Ahab, solo que de agua dulce.

 

       Difícil la tarea de añadir algo de alguna sustancia a la grandeza de Shakespeare, pero no cejamos en ello, los angustiados también, los lectores en casa, los directores de escena en sus provincias, los que una noche soñamos con él ilimitadamente y nos despertamos relegados a la mera condición de incondicionales. Lo que pasa es que somos multitud, una de las legiones más numerosas y activas de la historia de la literatura, y un primer punto nos distingue. La obstinación en Shakespeare tiene algo peculiar, que la separa, por ejemplo, de la que sentimos por Cervantes (y bueno es separar en algo a este tándem en el año de su paridad solemne). El apego a Cervantes, por mucho que les duela, y con razón, a los cervantistas, es a una sola obra, que por sí misma le hizo el más grande novelista desde que el mundo existe hasta que nació Flaubert. Sabemos, sin embargo, que las ‘Novelas ejemplares’ trascienden, en su sutil amalgama de invención y lección, el molde de "nuestro español Boccaccio", como le llamó Tirso de Molina; que su producción dramática ni mucho menos merece el "perpetuo silencio" al que él mismo la condenó por escrito, despagado por la primacía del "monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega"; que los mejores de sus entremeses son purgantes de una medicina cómica que iguala en sus efectos la de algunas escenas de ‘Don Quijote’ y anuncia la de Molière; y que ‘Los trabajos de Persiles y Segismunda’ tiene la mejor prosa lírica de su época, incapaz, a mi juicio, de aliviar el fárrago del concepto. El culto a Cervantes se concentra en mil cien páginas (descontando las notas) y en un título. No es un baldón, pues lo mismo les pasa a Milton o a Dante, a Proust, a Clarín.

     Shakespeare seduce, al contrario, por acumulación, por derroche, por diseminación, y no se trata de pesar sus versos para medirlos con las cantidades de otros. El ‘mundo’ por el que le somos tan fieles está hecho de facetas, de opulentos retales, que ostentan además, con un descaro posiblemente inigualado en la historia del genio (antes de que llegara Picasso), la impronta de lo anterior, el arte del refrito; de las al menos treinta y siete obras que escribió, sólo tres, ‘Sueño de una noche de verano’, ‘Vanas penas de amor’ y ‘La tempestad’, desarrollan -con algún pequeño préstamo o cita- una materia argumental enteramente concebida por él. En todas las demás, el autor parte de historiales, crónicas, leyendas, cuentos antiguos y contemporáneos, poemas y tratados grecolatinos, que combina y refunde a su manera sublime, en una variedad de registros sobradamente conocida.  

    En esa ‘teoría de conjunto’ no queda elegante, si se quiere ser justo con él, llamarle, por ejemplo "el genial autor de ‘Hamlet’", como si esa obra fuera el buque insignia de una flota de naves auxiliares. La tragedia, no pocas veces cómica, del joven príncipe danés, ese lector incansable del libro de sí mismo (o "alto Signo viviente", como prefería llamarle Mallarmé), resuena en la conciencia, incluso en la de los que no lo han leído, y alimenta la imaginación posterior tanto como lo hacen Edipo, Antígona, Ulises o Alonso Quijano. Pero estamos al mismo tiempo hablando de una pieza dramática a la que por consenso general se le amputa en sus representaciones (y no me refiero a las españolas más recientes, que le amputan casi todo) la mayor parte de la digresiva conversación entre Hamlet y el Primer Actor (acto III, escena segunda), y cuya construcción, descompensada en más de una ocasión y con notables anticlímax dramáticos, ha hecho en los últimos años preferir la edición Folio de la obra, que elimina muchos versos de la antes tenida por más fiable, el Segundo Cuarto.  

      El placer y sorpresa inagotables de adentrarse en la totalidad radica en darse cuenta de que las tragedias canónicas como ‘Macbeth’, ‘Otelo’, ‘El rey Lear’ o ‘Romeo y Julieta’, además de la ya citada ‘Hamlet’, tienen a su misma altura obras menos favorecidas por la fama, como ‘Antonio y Cleopatra’, con su irresistible ‘sit com’ doméstico-amorosa inserta en un marco de alta política, como ‘El mercader de Venecia’, en la que un encantador romance sexual y una pugna racial y religiosa conviven sin chocar nunca, enriqueciéndose mutuamente, o como ‘Troilo y Crésida’, que tanto fascinó a Luis Cernuda, su traductor, y de la que Heine, indeciso entre considerarla trágica o cómica, decía "que no pertenece a ningún tipo específico de ficción", pudiendo sólo juzgarla, a falta de modelos sabidos, como "concienzudamente shakesperiana". Lo que sucede es que este último adjetivo es muy elástico. Alcanza por originalidad incomparable a casi todas sus comedias (mi preferida es ‘Mucho ruido para nada’, y su impetuosa y locuaz Beatriz, que siempre me hace pensar en Katherine Hepburn), a  dos de las llamadas "problem plays" como ‘Medida por medida’ y ‘Bien está si bien acaba’, a sagas de historia británica como los ‘Enriques IV y V’ o ‘Ricardo II’, de similar grandeza a la popular ‘Ricardo III’, sin olvidarse de las grandes ‘last plays’, ‘La tempestad’, ‘Cimbelino’, ‘Un cuento de invierno’, con sus misteriosos nudos y cifras, que llevaron a Frances Yates a su sugestiva lectura cabalística.

     Shakespeare ha quedado, sobre todo en su lengua, como el acuñador de frases que han llegado al refranero británico. Eso le enaltece pero no le distingue de Homero, por ejemplo, ni de Lorca, ni, por supuesto, de Cervantes, pues nacemos sabiendo proverbios caseros o exclamaciones que proceden, lo advertimos más tarde, de ‘Don Quijote’. Más importante literariamente que ese don aforístico involuntario es que Shakespeare nunca dice lo que se espera que diga; su verbalidad y su imaginería producen a menudo estupefacción, cuando no incredulidad, y de ahí que en las traducciones sea tan necesario no "acomodarle" a la lógica; la palabra poética de muchos de sus versos no la tiene. Si hay un escritor clásico que combate el cliché es él, en un tiempo -no se vaya a pensar que esa guerra la inició Martin Amis- en que ya abundaban en el teatro y en la poesía. Él los desbarata, los hace superfluos, lo que explica el perjuicio que su presencia en la Inglaterra isabelina les causó a otros dramaturgos y poetas de gran calidad, pero no tan alta exigencia, como Ben Jonson, Ford o Fletcher, que a su lado pueden resultar trillados.

   La palabra poética de Shakespeare es la clave, pero ese deslumbramiento versal puede ofuscar su matriz novelesca.  En un reciente libro publicado por Oxford University Press, ‘Circumstantial Shakespeare’, la estudiosa Lorna Hutson reivindica al fabulador, sin menospreciar naturalmente el talento para definir a sus ‘characters’, esa infinita gama de personajes de toda laya que pueblan sus comedias y dramas, y en la que la brevedad de un rol de enterrador, de sicario, de borracho o de camarera, no es óbice para que el escritor les dote de elocuencia, carácter, pensamiento, ocurrencia, haciéndolos eslabones de una infinita ‘cadena del ser’ que les engarza con los protagonistas más nombrados, reyes rufianes o rectos, príncipes desdichados, damas sesudas, princesas inocentes, generales, tribunos, sabios. Hutson, sin embargo, pone un marcado énfasis en la importancia del ‘plot’, algo más que un argumento o trama, en buena parte de las piezas. La riqueza de la peripecia, que ella designa con la palabra latina ‘fabula’, abierta en sus significados no sólo al apólogo sino al rumor popular y la conversación de la calle, tiene en el repertorio de Shakespeare una impresionante variedad de giros, de saltos, de sorpresas, de golpes de efecto, de atrevidas construcciones narrativas. El libro citado examina, por ejemplo, el empleo en ‘Macbeth’ y ‘Julio César’ de acciones que se desarrollan, según el lenguaje escénico, "entre cajas", y que la gente de cine llama "fuera de campo"; un medio de avance del relato que a la vez amplía el espectro de lo sucedido, sacándolo del cerrado espacio de la caja escénica.

   Eso, entre otras cosas, explica el que, además de crear una secta de  hechizados, Shakespeare encandile o guste sin exclusión a todos los públicos, incluso los que no le leen ni oyen y sólo le conocen a través de un cuadro o una adaptación cinematográfica, por vulgar que sea. Shakespeare puede con todo.

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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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