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La historia de los raros

Por 3 de mayo de 2018 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Vicente Molina Foix

Qué distintos son los homosexuales de las tres recientes películas de gran éxito en las que aparecen: tan distintos como los seres humanos lo somos unos de otros, con la particularidad de que estos hombres unificados por su deseo son del pasado, cuando la historia les ponía un estigma y les daba un plus de peligrosidad. La vida de Oliver y Elio en el verano de 1983 plasmada en Call Me by Your Name es de "calme, luxe et volupté", y el peligro, que los padres de Elio o la cocinera de la mansión campestre italiana del siglo XVII adviertan que el adolescente que toca el piano y el estudiante post-graduado en visita académica no solo se intercambian libros y pasean en bicicleta; las ganas de consumar físicamente su mutua atracción se realizan, y no hay escándalo, aunque antes las solventa Elio, solo en su dormitorio, penetrando con el miembro viril un melocotón de la huerta familiar, en una escena a la que Luca Guadagnino, director de gran habilidad, sorprendentemente no le saca, valga la paradoja chistosa, el jugo que tal episodio tiene en la obra homónima de André Aciman. Y eso a pesar de que, por lo demás, la película supera en gracia espiritosa, en el trazo de los personajes, en la creación de una atmósfera lánguida y sensual, al libro, novela rosa de un buen profesor y ensayista ‘highbrow’ como es Aciman, muy bien trasladada a la pantalla por dos cineastas ‘middlebrow’, James Ivory, autor del guión, y Guadagnino, que lo rueda muy atento a que la belleza de los interiores naturales y los paisajes de la Lombardía no desmerezcan junto a la rotunda apostura de Armie Hammer (un Oliver de escasa relevancia interpretativa) y la hermosura radiante de Elio, llena de inteligencia en los ojos y poderosa imantación en los gestos del nuevo ‘wonderboy’ de Hollywood Timothée Chalamet.

Call Me by Your Name
se ve con agrado, como se veían en su día las sólidas adaptaciones de mejores novelas hechas por Ivory, Oriente y Occidente, Una habitación con vistas, Los restos del día, de Ruth Prawer Jhabvala, E. M. Forster y Kazuo Ishiguro, respectivamente. Por su parte, Guadagnino, un director que pasa de lo pretencioso a lo superficial con innata facilidad, sabe en este caso sacar buen partido dramático de personajes episódicos, como son la madre de Elio, Annella, interpretada por la siempre solvente actriz francesa Amira Casar, o Marzia, la chica con la que el indeciso muchacho flirtea, que encuentra en Esther Garrel el aplomo y el talento de una familia de casta en el cine europeo. Y hay en el final una gran escena, tomada fielmente de la novela, que aborda con emotividad sutil la historia fantasmática de la desgracia homosexual, cuando el padre de Elio -ilustre arqueólogo al que en ese placentero verano ha ayudado en sus investigaciones Oliver, ya de regreso en los Estados Unidos- nota en su hijo la carencia del amor que allí en la mansión ha tenido lugar, y le insinúa al chico que también él vivió cuando era joven una historia ‘prohibida’ que quedó irrealizada. La misma frustración, en otro contexto pero años coincidentes de la Guerra Fría, en torno a 1963, la sufre Giles (Richard Jenkins), el amigo y cómplice de la protagonista de La forma del agua (The Shape of Water), rechazado por su diferencia sexual, no tan aparatosa como la de la muda Elisa y el monstruoso hombre anfibio, pero igual de demonizada en un película, brillante como todas las de Guillermo del Toro, lastrada a mi juicio por los subrayados en la metáfora de la rareza.
En los primeros años 1980 los propios homosexuales norteamericanos, los más radicales, cambiaron de apelativo; ‘gay’ les parecía demasiado optimista, o demasiado inocuo, prefiriendo asumir, con el término ‘queer’ (raro), la dimensión de su extrañeza anómala dentro del tejido social de las mayorías dominantes. Era, naturalmente, un desafío, que en parte quedó truncado por la eclosión y devastador crecimiento del SIDA, que mantuvo al menos dos décadas el baldón ignominioso de ser una enfermedad (o condena) reservada a esa minoría sexual. 120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute) es la crónica de unos humillados que combaten con orgullo la mortalidad de su dolencia y la ofensa del castigo adherido a su condición privada. Act-Up fue fundada en Francia en junio de 1989 por activistas infectados por el VIH, que reclamaban, con acciones llamativas, un tratamiento sanitario eficaz, no discriminado, y denunciaban los abusos de las empresas farmacéuticas; una de las secuencias más logradas de la película reproduce el asalto a la sede de una de aquellas, Melton Pharm, con bolsas de falsa sangre contaminada arrojadas en despachos y oficinas.
El director Robin Campillo hace un film histórico documental, incurriendo en sus 140 minutos de duración en debates interminables que evocan los de La clase, el film de Laurent Cantet del que fue co-guionista, sin el poder de síntesis y la ligereza que tenía aquella psico-comedia escolar. Combativa, bien interpretada, 120 pulsaciones por minuto cuenta la valerosa historia de unos hombres y algunas mujeres (lesbianas, madres de afectados) que fueron fundamentales en la consideración de una grave epidemia mundial y la toma de conciencia que fraguaría en el reconocimiento de derechos sociales y personales antes negados a los ‘raros’. No llega en ningún momento a la contundente y a la vez refinada altura patética que tenían, por no salir del ámbito francés, las últimas novelas de Hervé Guibert, que murió de SIDA, o El hombre herido (L´homme blessé) de Patrice Chéreau, pero abre páginas de una historia que no debe olvidarse, en todas sus facetas. Por ejemplo, la persistencia del deseo aun en momentos de extremo dolor o aflicción, como reflejan la escena de Sean (Nahuel Pérez Biscayart) disfrutando, ya moribundo, de la masturbación que le hace su compañero en el hospital, y, tras, la velada fúnebre, la normalidad de los que sobreviven al ejercer su voluptuosidad.
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Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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