Vicente Molina Foix
Cuenta Montaigne que Alejandro Magno, al ir a acostarse, y por miedo a que el sueño le distrajera de lo esencial, dejaba siempre una mano fuera del embozo, y dentro de ella una bolita de cobre; cuando se dormía, la bola caía de la mano sobre un recipiente colocado al afecto junto al lecho, despertándole y permitiendo así que el monarca volviera a sus pensamientos. Novalis, menos aparatoso, se hacía despertar en mitad de la noche, sin bol ni bola, aunque preocupado de tener siempre en la mesilla una vela y un cuaderno donde transcribir sus sueños.
Yo no llego a tanto, pero la edad me facilita las cosas. A mis años, el hombre suele sentir la necesidad de orinar en mitad de la noche, y ese incordio tiene su lado romántico-alemán, pues facilita la acotación de los sueños en la espesura del letargo; se recuerda (y se puede anotar, como yo hago, a lo Novalis, con luz eléctrica) la primera entrega del inconsciente y, si la vejiga vuelve a apretar, una segunda, quedando todavía el último recuento de la mañana. La fisiología al servicio de la interpretación de los sueños.
Hoy, sin embargo, al despertar, mi sueño más patente pertenecía a otro durmiente, y ni siquiera puedo pretender originalidad. La imagen que flotaba en mi cabeza está en la secuencia que más me ha impresionado de Los abrazos rotos, aquella que sucede en Lanzarote después del accidente de automóvil que deja ciego al protagonista, Mateo Blanco (Lluís Homar), a partir de ese momento convertido en Harry Caine. Acompañado de su fiero ángel tutelar Judit (el nombre bíblico no puede ser casual) y del hijo de ella, Diego, aún un niño, Mateo/Harry hace detener el coche e insiste en que, mientras su amiga resuelve unas cuestiones de intendencia en el pueblo, desea bajar desde la carretera a la orilla. Por los ojos de Judit (Blanca Portillo) pasa una sombra mortal, la tentación de ahogarse, la que también siente una mujer herida y de nombre doble, Sylvia/Mariana (Charlize Theron), en el arranque de la excelente película de Guillermo Arriaga Lejos de la tierra quemada. Pero Judit le deja descender del coche y, guiado por la mano del niño, el hombre se adentra en una playa de surfistas y cometas. Es una escena hondamente trágica en su brevedad; de espaldas a la carretera, frente a un mar que no puede ver, Mateo/Harry es un padre ciego, un equivocado víctima de una pesadilla, como, en un episodio muy similar al borde de un acantilado, lo es otro padre engañado, cegado y con su noble nombre desvirtuado, Gloucester, el vasallo de El rey Lear de Shakespeare, una obra que he seguido sintiendo a lo largo de la mañana como fondo tal vez casual de este elocuente ensayo sobre la ceguera que es la última película de Almodóvar.