Vicente Molina Foix
"Soy cabeza sin huevo, no concibo nunca", escribió Antonin Artaud en una de las anotaciones de sus cuadernos de Rodez de mayo de 1946. El fantasma de la esterilidad es sólo una de las paradojas de este grafómano desbordante cuya obra impresa, en la hasta ahora única edición completa, ocupa no menos de diez mil páginas repartidas en treinta volúmenes, con libros de poesía, ensayos, obras teatrales, guiones de cine y una vasta y alucinada correspondencia. Muy leído y seguido profusamente en los años 1960 y 1970, cuando fue inspirador de un tipo de pensamiento lírico discontinuo que bordeaba a menudo los límites de la locura y la trasgresión moral, Artaud sería hoy -si nos fiamos de la escasez de títulos suyos al alcance de los lectores españoles- un autor un tanto evaporado. Sin embargo, por encima de los delirios de una prosa percutiente y repleta de hallazgos de convulsiva belleza, se puede decir que no ha habido un escritor de tan alta calidad y dimensión en toda la literatura irracionalista francesa y posiblemente europea del siglo XX, por mucho que su militancia surrealista fuese breve. Al releerle en estos comienzos del XXI (y en su país al menos su obra y su figura vuelven a suscitar una gran atención), Artaud mantiene vigente el núcleo de unas preocupaciones que son las nuestras: el cuerpo como máquina de producción del placer y depósito de la angustia, la invasión de lo religioso en la esfera de lo privado, la nueva espiritualidad laica, la némesis medicinal y la búsqueda de experiencias extremas a través de las drogas, la vida primitiva y el viaje a las antípodas de nuestro regimentado primer mundo.
La Casa Encendida ha inaugurado hace un par de semanas en su sede central de Madrid una extraordinaria exposición Artaud, en la que predominan sus dibujos y autorretratos, los documentos que nos recuerdan al actor de algunas grandes películas de Dreyer, Pabst o Abel Gance y al dramaturgo y director de escena, al gran agitador de voz tronante; nadie que visite las salas de La Casa Encendida debe privarse de escuchar por los auriculares allí instalados la grabación histórica del programa radiofónico que Artaud realizó en 1947 para la radio nacional francesa, en el que, acompañado por actores y amigos de su entorno, él mismo encarna el papel del vidente y del severo aguafiestas. El programa, ‘Para acabar con el juicio de Dios’, fue prohibido por la dirección de la radio, y no se emitió (por France Culture) hasta 1973. Artaud moriría pocos meses después, el 4 de marzo de 1948, a los 51 años. Quizá no pudo acabar con el juicio de Dios, como pretendía, pero ni los ‘electroshocks’ a que fue sometido en distintos hospitales psiquiátricos, ni la censura ni el caprichoso curso de las modas han conseguido que este "suicidado de la sociedad" (así llamó él a Van Gogh en uno de sus textos más radicales) haya sido sepultado en el olvido. Seguiremos escuchándole en este blog.