Sergio Ramírez
El operario de una máquina de construcción que se quita los guantes de cuero finalizada su jornada, me indica que en la pared de la capilla, al otro lado, hay un plano con la ubicación de las tumbas. La de Borges es la 735, y hoy se halla vedada por una cinta amarilla que delimita el área de los trabajos de remodelación de la vereda, que ha sido arrancada, prohibición que omito con talante latinoamericano, y paso al otro lado donde en lugar de la verde y suave grama lo que hay es barro vivo.
Una simple piedra grabada con una cruz de Gales y una leyenda en inglés antiguo, ‘And ne forhtedon na’ (Y sin temer nada), sacada de La balada de Maldon, un poema épico del siglo X. Es algo que hay que averiguar luego, lo mismo el significado de los siete guerreros que acompañan la inscripción, y que tienen que ver con la misma balada. En el reverso de la lápida, hay otra inscripción más extensa, en lengua también incomprensible para el visitante desprevenido, y que sería un mensaje cifrado de amor.
Cumplido el rito de la visita, salgo por el Boulevard de Saint Georges. Un vulgo errante, municipal y espeso, recuerdo a Darío. Enfrente, el Café de L’ Espoir, una tienda de motocicletas Yamaha. Al lado del portón de fierro, y como si fueran parte del cementerio mismo, el bar Ananás, una lavandería automática, otro bar, que se llama El Pacífico; no he entrado a preguntar a sus dueños de qué país de habla española vienen, y si saben que son vecinos de la tumba de Borges.
A lo lejos, sobre el lago, como sostenido por el típico chorro de las tarjetas postales, se alza ominoso un enorme balón de fútbol.