Sergio Ramírez
Desde mi adolescencia escribir ha sido eso, una necesidad que la imaginación transforma en palabras; actuar de médium entre los espíritus invisibles de lo aún no escrito, y quienes van a leerlo. Una vez oí decir a Carlos Fuentes que al sentarse uno a escribir por la mañana, no está sino transcribiendo los sueños de la noche anterior que no se recuerdan al despertar. Es una buena clave para adentrarse en el misterio de la escritura, desde luego que imágenes y personajes surgen de esa nata oscura del subconsciente, que debe ser muy parecida a la del caldo primordial de la creación de los seres vivos, agua, metano, amoníaco, hidrógeno en combustión, nada menos que el barro primigenio, un mundo donde todo es informe pero tiene un destino que es el de ser animado por un soplo. El soplo que dará vida a las criaturas de la imaginación.
Por eso es que la escritura de una novela es un viaje incierto, con un destino improbable por mucho que el escritor detalle su ruta en la carta de marear; y peor, porque en algún momento de la travesía los pasajeros se apoderarán del barco y tomarán control del derrotero. Motín a bordo. Te llevarán a donde no quieres ir, o donde no pensabas ir. Llegarás a puerto, pero no al que te proponías, sino a otro diferente, y algunos de los pasajeros se habrán bajado del barco en algún punto intermedio, y otros, actores de reparto, pasarán a ser principales.