Sergio Ramírez
La literatura depara el placer de imaginar, y a la vez la tortura de corregir, pero ambos vienen a ser dos caras de la misma moneda. Si las monedas de tres caras son posibles, y en la literatura nada es imposible, entonces debo agregar el placer de hablar de la escritura, de sus secretos y de sus mecanismos. No creo que nadie más que un escritor disfrute contando a quienes quieren escucharlo los trabajos y los placeres que le depara su oficio.
Imagina al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito ─como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca─ dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?
Me gusta hablar en primer término de la escritura como una necesidad apremiante. La necesidad de contar a otros lo que uno encuentra que vale la pena contarles, sabiendo que se lo están perdiendo. Aprendí a explicarme a mí mismo esta necesidad desde que leí algo parecido que decía Isaac Bashevis Singer, el gran escritor judío, en una entrevista. Una necesidad urgente, como son las necesidades físicas.