Sergio Ramírez
La exploración de la propia biblioteca es siempre gratificante. Qué voy a empezar a leer hoy es la pregunta que pone fruición en mis dedos mientras buscan tocando los lomos de los libros. Y hoy me digo: Vladimir Nabokov, este tomo de cuentos que tantas veces he pasado por alto porque siempre me ha vencido el gusto por sus novelas, desde aquella primera que leí en mis años de Berlín, Risa en la oscuridad, la maestría de lo trágico, o la sin par Lolita, no por tan aclamada y tan filmada menos obra maestra.
Me lo llevo triunfante, ya atardece, es la hora en que siempre empiezo a leer, salgo al jardín rumbo al corredor en busca del sillón, siempre hay un viejo sillón preferido cuando de libros se trata, y ahora doy inicio al rito de revisar tapa, contratapa, solapas, y por fin voy al índice.
Cuando leo un libro de cuentos no siempre empiezo por el primero, siguiendo el orden en que vienen en el índice, porque leer al azar es parte de la delicia que aguarda solapada. Dejarse seducir por los títulos más atractivos, o en todo caso hacer una exploración a ciegas como quien se abre paso en un bosque donde nunca antes se ha puesto pie. ¿Pero si los árboles están ya marcados, como hacen los leñadores con aquellos que van a ser derribados?
Porque otra de mis costumbres es calificar cada uno de los cuentos con asteriscos, de uno a cinco asteriscos puestos al lado de cada título en el índice con lápiz de grafito, según el grado en que me hayan gustado. Si hay asteriscos, por allí ha pasado ya el leñador. Y advierto con susto que allí están los asteriscos en el libro de cuentos de Nabokov.
¿Cómo puede ser el olvido tan solapado y pertinaz? Pero entonces, en lugar de devolverlo a su lugar y buscar otro, me propongo una relectura. Nabokov siempre vale la pena. Y ensayo una especie de azar. Ignorando el índice donde han quedado las marcas de hace tiempo, y como quien baraja un naipe, empiezo por el primero que encuentro.
O vuelvo a los árboles marcados, y ateniéndome a mis propias calificaciones de antaño elijo los que entonces me parecieron los mejores, los que tienen cinco asteriscos; o, al revés, los que sólo tienen dos, o uno.
Al volver a los de cinco asteriscos, compruebo si los cuentos se sostienen o no; si aquella vez me deslumbró alguno de ellos fue porque cada lectura tiene su momento; y pesa la edad que uno tenía entonces, la exaltación o la melancolía. Y en los que fueron pobremente calificados, quizás algo se me quedó oculto y es tiempo de subirles la calificación, un acto de justicia íntimo que nadie más conocerá.
La verdad es que no estoy haciendo una relectura sino una nueva lectura, porque no recuerdo una sola palabra, nada que me guíe en aquel bosque oscuro de árboles marcados, ni descripciones, ni frases, ningún atisbo del argumento. Pero al volver al índice y revisar las calificaciones, me alegro de que el lector de ayer siga siendo el mismo de hoy, ése que hace años se encontró con la maestría de Nabokov y hoy vuelve a reconocerla intacta.
Aunque una sensación de impaciencia y molestia conmigo mismo me domina a medida que voy releyendo, o leyendo, para mi consuelo Nabokov viene en mi auxilio: "Es curioso", dice, "uno no lee un libro, sólo lo puede releer. Un buen lector, un lector de verdad, y activo y creativo, es un relector".
Y me digo que soy un animal que olvida lo que come pero de todos modos se nutre, todo va al torrente sanguíneo de la escritura, y que olvidar tiene la ventaja de que el deleite de leer viene a ser doble.