Sergio Ramírez
Por dichosa coincidencia, mi madre fue mi profesora de literatura en el colegio de secundaria de mi pueblo. Tiempos de leer a Manrique, recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte… y a Lope, qué tengo yo que mi amistad procuras…, y a Quevedo, nadar sabe mi llama el agua fría… Y las Novelas Ejemplares de Cervantes, aquel licenciado Vidriera, loco que creía saber de vidrio y no salía al campo porque no le cayeran encima los rayos y fueran a hacerlo añicos, y el Quijote al que entré luego, ya sosegado el miedo a su peso y grosor, cuando aprendí que había que leerlo no por sabio, sino por risible, y río siempre al sólo recordar a ese otro loco de adarga al brazo que abre la jaula del león africano en medio del camino mientras todos huyen espantados de su imprudencia temeraria. Y por ella, mi madre, leí también a Lorca, y a Neruda, y solía recitar a ambos en las veladas de beneficencia, pregúntenme por la Casada infiel, y por Farewell a ver si no los declamo de un tirón.
Las lecturas primeras persisten siempre en la memoria, como las huellas de un camino que todavía no sabemos adónde habrá de llevarnos. Y volvemos a veces a andar sobre esas mismas huellas, volvemos a leer lo leído, volvemos a encantarnos, o nos desencantamos. Pero no dejan los libros de vivir en nosotros, ni nosotros de vivir en ellos.