
Sergio Ramírez
Ahora el país contempla con estupor e indignación la consumación de este robo a cara descubierta. No el robo de mi voto nada más, el de mi mujer y el de mis hijos, el de mis vecinos. El de miles de nicaragüenses que votaron en contundente mayoría el contra de los candidatos de Daniel Ortega, para derrotar a Daniel Ortega, que quería esta victoria a como diera lugar, para alentar la reforma a la Constitución Política que permita su reelección, o la elección de su esposa.
Un robo que hace retroceder la incipiente democracia nicaragüense sesenta años, al año de 1947 del siglo pasado, cuando el viejo Anastasio Somoza consumó otro fraude parecido, de carácter total, para despojar de la presidencia al candidato de la oposición, el doctor Enoc Aguado, que había ganado abrumadoramente.
Esa vez Somoza había dispuesto, como manera de intimidar a los votantes, que los de la oposición votaran en una fila, y los suyos en otra. Las filas contra Somoza daban vuelta a la cuadra, y las suyas eran esmirriadas, porque la gente no tuvo miedo, y cuando se presentó a votar, fue recibido con rechiflas; él, campeón del cinismo como era, hizo la guatusa (la higa) con los dedos, y se las mostró a todos, riendo con todo descaro. Qué le importaban las filas, de todos modos se iba a robar las elecciones, siendo como era suyo, el Consejo Supremo Electoral que contaba los votos.
Todo el mundo pregunta por su voto hoy en Nicaragua. ¿Estará en un basurero, escondido en alguna parte, roto, mutilado, quemado? Si no me devuelven mi voto para que sea debidamente contado, entonces quiere decir que están enterrando a la democracia con burlas, en un funeral bufo. Y que después de las risas, trágica historia la nuestra, allí será el llanto y el crujir de dientes.