
Sergio Ramírez
Silda Wall representa en el escenario el papel de la esposa que pone la cabeza entre las fauces del monstruo que se prepara con gusto a devorarla. Si pudiera fingir que no se siente humillada, si pudiera borrar de su rostro los trazos del desvelo, y las huellas del llanto, sería mejor. No puede decir nada, nadie le pregunta nada. Su papel es estar allí, y aguantar, en nombre de la institución de la familia.
He averiguado como se llama, y también quién es, qué hace. Una abogada corporativa graduada en la escuela de leyes de Harvard, que se vanagloria de que su nombre es una derivación de Serilda, la diosa teutónica de la guerra. Pero no está aquí, bajo las luces, para pelear ninguna guerra. Ya la perdió de antemano.
Y el novelista se pregunta: ¿qué pasará con ella lejos del resplandor de los focos, lejos del cadalso? ¿Cómo vivirá esta mujer tras las bambalinas el episodio que de acuerdo a las leyes de la moral pública le toca cumplir en el escenario, como una actriz disciplinada? Si se hubiera negado a comparecer, y hubiera exigido en cambio quedarse en su casa, la vindicta pública se volvería contra ella, por atentar contra el edificio de la institución familiar, siendo ella, la esposa, el pilar maestro.
E imagínenla anunciado que se divorcia; entonces pasaría ella a ser la pecadora que merece lapidación.