Sergio Ramírez
He conocido a muchos cubanos pero como a Eliseo Alberto, el Lichi de la leyenda, ninguno. Su paso, como de baile, su afecto amoroso, la clave alegre de burla e ironía en todo lo que decía, el manantial de historias que siempre tenía para contar. Un cubano con el que nunca me encontré en Cuba, porque él era un exiliado y yo nunca volví a Cuba, sobre cuyo recuerdo lloraba su alma con sentimiento de niño.
Ganamos por partida doble el Premio Alfaguara de novela en 1998, Margarita está linda la mar mía, Caracol beach suya, la primera vez que se convocaba. El premio no fue dividido, lo que las bases no permitían, pero las bases no decían nada acerca de concederlo de manera doble, que es lo que hizo el jurado presidido por Carlos Fuentes con el consentimiento de Jesús de Polanco, quien al fin y al cabo era quien debía poner la plata, aunque en adelante quedó prohibido expresamente, viva moneda que nunca se volverá a repetir.
Derrotamos entonces todas las predicciones de que teniendo que viajar juntos por meses en la gira de promoción de ambas novelas, por toda España y por toda América Latina, terminaríamos odiándonos, el facón en mano, corto y filoso, los sombreros lanzados con furia al suelo, como El Valiente de la lotería mexicana, acechándonos debajo de un farol de resplandor macilento en la esquina rosada, como personajes copiados de Borges. Resultó todo lo contrario, no sé si porque los dos éramos caribeños, acostumbrados a la eterna "mamadera de gallo", y el humor nos tendía un puente, y a lo mejor, sobre todo, porque Lichi era un ser humano bajado de otro planeta donde la envidia, la inquina y la malaleche no existen. Podríamos decir que éramos egos empatados.
Si Caracol Beach es una novela para siempre, su Informe contra mí mismo es un libro también para siempre, que si no fuera por su tesitura real, parecía una novela: el muchacho, él mismo, al que la Seguridad del Estado recluta para que espíe a su propio padre. Una cuba libre, por favor, es el título de la primera pieza de otro libro suyo, Dos Cubas libres. El título de su propia vida.
Lichi se sabía las mejores historias del mundo, la más memorable de ellas una en que un estudiante le pregunta a José Lezama Lima qué cosa es el azar. "Tú te subes a la guagua y al lado del asiento que eliges va sentada la mujer que será tu esposa…", empezó Lezama. "¿Y ése es el azar, maestro"?, lo interrumpió el alumno. "Espérate a que termine, chico", respondió, "el azar es la mujer que iba en la guagua a la que no te subiste".
Eliseo Diego, uno de los grandes poetas de la lengua era su padre, al que espió, y Cintio Vitier y Fina García Marruz sus tíos. De niño Lezama lo había cargado en sus piernas, Virgilio Piñera llegaba a tomar el café todos los días a su casa en la calzada de Jesús del Monte. Una infancia dorada en una casa llena de libros donde siempre sonaba un piano, y un nombre aristocrático largo el suyo, como el de un personaje de las radionovelas cubanas de Félix B. Caignet: Eliseo Alberto de Diego García Marruz.
La correspondencia de muchos años entre su abuela y Rose Kennedy, ambas compañeras de internado en un colegio de Nueva York. "No creo que tu hijo, si es un caballero, sea capaz de invadir Cuba", habría escrito la abuela en una de sus cartas a su amiga Rose en 1960, en vísperas de Playa Girón.
Y su divisa sentimental siempre en los labios: "Acepto que otro pueda amar a Cuba igual que yo, pero nunca que pueda amar a Cuba más que yo".